"Hoy, para mí, es un día especial, hoy saldré por la noche" Traspasando los umbrales de los cuarenta, uno sigue pensando que ciertos tipos de bares continúan alzándose, le pese a quien le pese, como los lugares más «gratos para conversar». No se equivoquen. Lo más importante de un bar no es tan sólo el local, la carta o los precios. También es esencial el espíritu, el aura que lo envuelve. Y de eso, Málaga, esta buena tierra «donde el cielo se une con el mar», sabe bastante. Cuando cerraron el primer local de La Tranca para pasar el negocio a la acera de enfrente tuve mis dudas sobre su futuro. El antiguo enclave, pintoresco y siempre hasta la bandera, me parecía el eje principal de su triunfo: pero me equivocaba. La Tranca es mucho más que la barra de un bar, es una filosofía de encuentro. Bien es cierto que si tu intención es asomar por allí y hacerte con una barrica en hora punta «hace falta valor, ¡hace falta valor!», pero nunca se sabe. Al fin y al cabo, «la vida es una tómbola». En cualquier caso, también es muy probable, aviso, que ustedes comparezcan con la animosidad de quedarse y allí no quepa ni un alfiler. Esta máxima ya es conocida de sobra por sus afines, y «todo el mundo sabe que es verdad, y lloran cuando tienen que marchar». Con todo, les recomiendo que aguanten, háganse hueco: La Tranca es un lugar para disfrutarlo de pie. Entre los fogones de una carta casera, sencilla y clásica, la cerveza y el vermú de la Axarquía corren que da gusto. Como si de «una veredita alegre» se tratara, «con luz de luna o de sol». Y allí, entre portadas de vinilos que abarcan el amplio espectro que hace parábola entre Nino, Rocío o Julio y Raphael, Marisol o María Dolores, la música, siempre, siempre, siempre la música, abraza los encuentros y las repentinas invitaciones o convites de inesperados amigos que te pagan una ronda desde la puerta y a los que sólo alcanzas a saludar alzando la mano desde dentro. Buenas costumbres de solera que se van perdiendo. Un gesto limpio, bonito, sencillo y galante que ya «no se estila, ya sé que no se estila», pero que está en nuestras manos seguir manteniendo, en las manos de los que todavía creemos en los pequeños detalles y aún a costa de la fría modernidad y de los tiempos hostiles que nos atenazan. Tiempos perversos que nos imponen el desapego pero, «¿qué más me da si soy distinto a ellos?, no soy de nadie, no tengo dueño». El otro día, por vez primera, conseguí un taburete de la mitad hacia el fondo. ¡Toda una proeza! Allí me esperaba mi señora «perfumada de magnolias, rociada de mañanitas». Y ya que nos vimos sentados, acaparé sin prisa varias raciones de la carta. Así soy yo, que «amo así la vida y tomo de todo un poco». ¡Qué diablos!, aún es pronto para hincar la rodilla y rendirle pleitesía al queso de Burgos. En La Tranca, como les digo, puede ser difícil entrar, pero lo más difícil es salir. Todas las edades tienen hueco, todas encuentran su sitio, todo el mundo cabe, todos pasan por el aro. Todos los hombres y todas las mujeres. Salvo aquella «que se llama Soledad». Si van ustedes sin compañía, no se preocupen. Al instante se encontrarán platicando de lo humano y lo divino con el comensal colindante a su tramo de barra, o haciéndole los coros al camarero del vozarrón: ¡qué arte tiene! ¡Qué grande! Así es La Tranca. De su simpleza, emana su inigualable grandeza, ese espíritu que subsume al negocio, como les digo, con independencia del local que lo sustente y «digan lo que digan los demás». Es por todo ello, y no por otra cosa, que existen locales con clientela y locales con seguidores. Tengan también en cuenta que una cerveza en La Tranca se puede concertar, pero también se puede improvisar con un sencillo «pasaba por aquí». No dejen de entrar porque se hayan dejado las galas en casa. Alternar en La Tranca es como alternar en familia, no precisa corbata. Tan sólo «una camisa, un pantalón vaquero y una canción».