Con los excelsos espectáculos navideños de luces y música en el Centro Histórico; el júbilo exaltado ante el inicio del macro puente de la Inmaculada; la gala de la Capitalidad Europea del Deporte; la inauguración del hotel Palacio Solecio en la antigua calle Real; la venta del edificio de Correos y del Palacio de la Tinta; la conclusión de la redacción del proyecto de semipeatonalización de las calles Carretería y Álamos; las próximas nevadas ficticias en la plaza de las Flores; la celebración de los Goya con nominaciones malagueñas€, Málaga percibe una euforia desmedida que la atenaza como el abrazo de Spínola en el cuadro de Velázquez 'La rendición de Breda'.

Paradójicamente, el término euforia proviene de un vocablo griego cuyo significado es: «fuerza para soportar». Por lo tanto, en su origen, esta acepción hacía referencia a la capacidad para tolerar el dolor y las adversidades. Sin embargo, usualmente, este concepto sigue estando vinculado a la sensación de bienestar: recibir una gran alegría, una emoción positiva o, incluso, por la toma de algún tipo de drogas o medicamentos.

Desde otra perspectiva, los fármacos no representan la única vía engañosa para alcanzar una euforia sugerida. La coyuntura propuesta -pese a las desalentadoras cifras de noviembre, cuarto mes consecutivo de aumento del paro en la provincia de Málaga y la segunda mayor subida de toda España- facilita forzar la aparición de un estado de felicidad nada espontáneo gracias al uso de la persuasión como aparejo, el cual provoca consecuencias adversas: lo pasajero de esta sensación genera una profunda frustración; la euforia inducida tiende a decrecer con el paso del tiempo e incrementa la decepción y la tristeza cuando el ciclo se repite. No sé si soy una persona triste con vocación de alegre, o viceversa, me recuerda Benedetti. Eludamos las euforias prefabricadas.