Díselo con flores. Díselo a la Virgen de las Penas, digo. Es buena idea que se le haya ocurrido convocar un concurso público para elegir el diseño del manto de las Penas a la popular cofradía del Martes Santo malagueño, la cofradía del Cristo de la Agonía y de la Virgen a la que un año el manto se le quemó y, felizmente, convirtió en tradición diferencial el llevar ya siempre el que en principio iba a ser su manto provisional, el que le confeccionaron con mimo y flores los jardineros municipales. Parece un cuento. Otro más de los que explicar a quienes nos visitan cada primavera, envueltos en sur e incienso bajo el halo de la luna de Parascebe, esa llena luna llena que llena a los cofrades de emoción cofrade; esa luna que iluminó la muerte de Cristo y se repite cada año iluminando la Cuaresma y las miradas. Es una forma de conectar a los ciudadanos con sus tradiciones, si desean sentirse conectados a ellas, sentirse partícipes, actores de las mismas...

Pero cómo hacer eso con la política. Cómo hacer que el ciudadano, a más de meter o no su voto en la urna cuando se le convoca, se sienta partícipe y conectado con sus representantes públicos. No será suficiente el perdón que pidió con su gesto digno y necesario ese hombre a una barba pegado, el insigne diputado de mayor edad del Congreso, Agustín Zamarrón, en el pleno de constitución de una XIIIª legislatura que ya veremos lo que da de sí. O de no.

Cómo hacer que no sólo el enfadado de bar, sino que gente implicada, respetable y con criterio, que señores académicos como el duelista con bala Pérez Reverte -demoledor en su último tuit al respecto- u otros que jamás tiran ni de florete, recuperen la confianza en la clase política actual. El CIS lo venía advirtiendo desde 2015, pero en los últimos meses la desafección resulta alarmante. En julio, «los políticos en general, los partidos y la política» representaban ya el segundo problema para el 38,1% de los españoles (una subida de seis puntos respecto al mes anterior), sólo por detrás del paro (61,8%). En el barómetro del CIS de agosto, ya eran -atención- el 45,3% de los encuestados los que situaban a los políticos como uno de los tres principales problemas del país, solo por detrás del paro (60%) y a menos de 15 puntos de distancia. En octubre el indicador negativo volvió a subir.

Aunque siguen sin ser buenos tiempos para la lírica, lo son menos aún para la política. Y eso que España, ni siquiera para la diputada de menor edad que lucía leyendo el reglamento en el atril una elegante camiseta con la palabra independencia entre banderas de Euskadi, Cataluña y Galicia, no es el peor ejemplo de ese peligroso desencanto ciudadano. Radicalismos secesionistas, populistas y ultraderechistas ya no son el síntoma, son las secuelas de una enfermedad que nos puede reventar la democracia. Y son los propios ciudadanos los que, por activa, votando su autodestrucción, o por pasiva, están comprando flores, no para hacerle un manto, para su propio entierro.