Hay libros ilustrados infantiles que son verdaderas maravillas. Muchas veces, son los padres quienes los disfrutan en mayor medida que sus hijos. Hojeo uno que pretende mostrar de forma didáctica los espacios y edificios que componen la ciudad, y se me antoja irremediablemente obsoleto: agrupados en torno a una plaza aparecen dibujadas las instituciones representativas en las que se reconocen sus habitantes, coronadas siempre por la banderita correspondiente, que en este caso es la de la nacionalidad del autor del libro. Los niños de hoy, así, aprenderían a identificarse en el símbolo común de un pórtico de columnas que encarna el poder civil desde la época de Pericles. Acompañan en las inmediaciones la biblioteca pública, la oficina de correos y la escuela; mientras, en la plaza en torno a la cual se agrupan hay niños jugando, ancianos sentados en bancos mientras alimentan a las palomas y parejas que pasean a sus mascotas bajo árboles frondosos. No falta la pequeña librería y la frutería atendida por un sonriente señor con bigote, que expone su género frente al escaparate en cajas hábilmente dispuestas. Algo más allá, casitas de teja alternadas con otras de diseño moderno, a través de cuyas ventanas se vislumbra la vida íntima de sus habitantes. De repente, todo parece una impostura que se parece más a una utopía que a la realidad de mi ciudad, al menos en lo que al Centro se refiere. Éste, vaciado ya casi en su totalidad de vecinos y de comercios de proximidad, desmantela ahora sus instituciones, que se dispersan por la periferia; por ende, condenando su presencia en la vida pública a la irrelevancia: Hacienda, Correos, la extinta Confederación Hidrográfica, por diversas razones, muestran una tendencia clara. Urgen nuevos libros infantiles que la reflejen.