Ya lo advirtió, al dejar definitivamente la Casa Blanca, el presidente estadounidense Dwight Eisenhower, y por más que se haya citado una y otra vez, conviene no olvidar el consejo de aquel político republicano.

"En los consejos de gobierno deberíamos evitar la compra de influencias injustificadas, ya san buscada o no, por el complejo militar-industrial (€) No permitamos nunca que esa conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos", escribió.

En plena guerra fría entre los bloques, el ex general de cuatro estrellas aludía de esa forma a los poderosos grupos industriales de su país interesados en mantener la carrera armamentista con la Unión Soviética para su mero beneficio económico. Eisenhower sabía de qué hablaba.

La Guerra Fría acabó supuestamente con la caída del muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y la desaparición del Pacto de Varsovia, pero las espadas no por ello se transformaron en arados, como tan ingenuamente preconizaban los pacifistas.

Estados Unidos mantiene todavía más de 800 bases militares en todo el globo y sigue presentando a Rusia como una amenaza estratégica que, junto a nueva la pujanza militar y económica china, justifica el desorbitado presupuesto militar anual de ese país: cerca de 700.000 millones de dólares.

En este tema no hay diferencias entre republicanos y demócratas: ambos partidos siguen considerando a EEUU como "la nación indispensable" y justificando de ese modo su tupida red de alianzas militares, que sirven al mismo tiempo de instrumento de dominación económica.

Han desaparecido las colonias, pero la superpotencia ha seguido utilizando sus bases y sus complicidades con los ejércitos de otros países, para defender sus intereses y remover, llegado el caso, a gobiernos que le resultan incómodos.

Si en el pasado, esa presencia militar le servía sobre todo para abrir mercados a sus productos manufacturados, ahora EEUU está más interesado en garantizar el acceso a los mismos de sus servicios financieros, de sus multinacionales del sector digital, sus laboratorios farmacéuticos.

Sin olvidar, por supuesto, el lucrativo negocio de las armas, en manos de poderosas compañías privadas como Lockheed Martin, Boeing, Raytheon, Northrop Grumman o General Dynamics, y que supone, como es bien sabido, mayores márgenes de beneficio para los accionistas que otros sectores de la economía.

Así se entiende que el presidente de EEUU, Donald Trump, no cese un momento en sus intentos de exigir a los aliados europeos un mayor gasto en armamento, o que sus rivales demócratas sigan agitando con el mismo fin el fantasma de la amenaza rusa.

Y que Washington se haya opuesto siempre a una defensa netamente europea, como la que defiende sobre todo el presidente francés, Emmanuel Macron, porque quiere seguir vendiendo armas cada vez más complejas técnicamente y al mismo tiempo más costosas a sus aliados, ya sean europeos o saudíes.

También se entiende así que Washington haya renunciado a prolongar el tratado de limitación de misiles nucleares de alcance medio firmado en su día con Moscú y que el llamado START (sobre armas estratégicas), cuyo vencimiento se producirá en febrero de 2021, vaya a correr la misma suerte. Todo ello complicado ahora por el nuevo poderío chino. El complejo militar-industrial nunca descansa.