El periodismo te obliga a interactuar con gente que viene y va, que entra y sale a la lumbre de los focos de la actualidad. Y, como en la vida misma si no eres de tonos grises, la huella que dejan esas relaciones suele quedarse en los extremos, entre quienes pasan desapercibidos y quienes se quedan para siempre instalados entre las vivencias felices de una época concreta.

En el caso de Damián Caneda, el aprecio y el respeto me vino espoleado por el factor sorpresa. Cuando regresó a la política allá por 2011 como edil del PP en Málaga, su bagaje profesional en la empresa privada y su aspecto de dandi europeo no maridaron con la realidad a la hora de armar prejuicios localistas con un mínimo de solidez. Sobre todo, en los mentideros culturales. Todos los juicios previos se desplomaron en cuanto aquel espigado concejal desplegó su amplitud de miras y empezó a trabajarse un interesante horizonte con el añadido de que tenía las ‘espaldas anchas’ y no esquivaba las opiniones dispares ni la autocrítica. Con Caneda te podía ocurrir que pensaras cómo se le había ocurrido al alcalde encomendarle el área de Cultura a alguien con ese perfil y unas semanas después -en cuanto empiezas a tratarlo- descubrieras que hasta entonces no habías conocido a otro concejal o concejala del ramo que consumiera tanta cultura. A Caneda te lo encontrabas a la salida o a la entrada de los conciertos, las exposiciones y las funciones de teatro. Adivinabas su alargada presencia saboreando el jazz, la música clásica o una película en la penumbra del patio de butacas. En ocasiones, hasta lo veías disfrutar de actividades que no contaban con el Ayuntamiento como principal organizador y en las que, si se atendía a erróneos criterios políticos, ni se le esperaba.

Y, cuando eso ocurría, esa tarde aprendías algo más sobre él. Corroborabas que Caneda no era sectario y el concepto que tenías hasta ese instante ascendía -con el vuelo de una rara avis- para atisbar una honestidad que, por desgracia, no siempre abunda en los mentideros políticos actuales. Su propia salida destiló un canto a la coherencia y dejó claro que era un político de paso, de aquellos que sí tienen otra ocupación y una vocación esperándole más allá de la tapicería del sillón.

Santísima Trinidad de la pelota naranja

En esta vida en la que a veces uno se hace fuerte en la ignorancia, hubo quienes encajamos el aterrizaje de Damián Caneda en la Casona del Parque interpretando que el hecho de que Cultura estuviese en sus manos se correspondía más con sus hechuras de gestor que venía de la empresa privada que con un conocimiento real del sector. Y nada más lejos de la realidad. Tanto me aferré a esa creencia que, partiendo de la base de que lo que en verdad amaba era el baloncesto, intenté compartir con él mi pasión por las matemáticas de las canastas.

En su biografía confluye una suerte de misterio de la Santísima Trinidad de la pelota naranja -fue jugador, entrenador y presidente- y su nombre siempre aparece como actor principal en el despegue que ese deporte tuvo en tierras malagueñas cuando converso con mis amigos Paco Llorca, Curro Ramos o Manolo Cabrera. Cuando iba a sus ruedas de prensa, me veía con razones de sobra para abordarlo, como así hacía, en los pasillos del Teatro Cervantes o del propio Ayuntamiento para intentar entablar una charla sobre basket que él resolvía con educación, quizás porque saltaba a la vista que no era el momento ni el lugar para hacerlo. Eso sí, por mucho que no viniese a cuento, siempre me despachaba con algún apunte que por breve no resultaba menos jugoso. Y, si en aquellos actos lo veía compartir pareja de juego interior con el director de museos José María Luna, ya me venía arriba. Le exigía su opinión sobre la actualidad del Unicaja y una vez obtuve la recompensa de que me esbozara el nombre de Jasmin Repesa como futurible inquilino del banquillo del Carpena, cuando el desembarco del técnico croata resultaba poco menos que inimaginable.

Un filón para la prensa

Sacudido por una lluvia de imágenes, bajo la noticia que su espíritu de lucha y las ganas de vivir retrasaron, ahora también creo que Damián Caneda fue el único concejal de Cultura -el único concejal de cualquier cosa, para ser exactos- al que telefoneé para darle las gracias tras saber que dejaba el cargo. Aquel día de 2014, él no terminaba de entender que lo llamase agradecido porque sentía que dentro de sus cometidos y su exquisita forma de ser entraba atendernos a los periodistas tal y como lo había hecho. Es lo que ocurre con ciertos caballeros. Siempre estaba ahí. Al otro lado de la pregunta, dispuesto a responder, aún a sabiendas de que se iba a meter en charcos que no resultaban cómodos ni políticamente correctos.

Entre la gente de la prensa, no tardó en extenderse la certeza de que Caneda era un filón. Que, si un domingo por la tarde deambulabas por la redacción con espacios huérfanos en la portada del lunes, él no solo iba a descolgar amablemente el móvil. Iba a darte una noticia. Ya le preguntaras por algo de cultura, turismo, educación o juventud. El tema era lo de menos. A sus ojos, lo realmente importante era que le estabas demandando su visión sobre la ciudad que amaba. Y, en ese preciso instante, hablaba de cualquier aspecto relacionado con Málaga y de su labor municipal con incontrolable pasión. Con ese torrente de sinceridad que solo va aparejada a las cosas que a uno le duelen y le importan. En aquellos tiempos del cacareado ‘macroárea’ que le confió Paco de la Torre, a Caneda se le colgó de inmediato el sambenito de ‘verso suelto’. Y, visto desde la distancia, queda aún más claro que la suya era una de esas personalidades con las que jamás funcionan los prejuicios y las etiquetas. Era, en defnitiva, alguien que se limitaba a decir lo que realmente pensaba y a hacer lo que creía que debía hacer en cada momento. Caneda era un filón. No solo para la prensa. Caneda era un filón que jamás dejaba indiferente a quien tuviera la suerte de conocerlo.