Quedo con ella en la puerta del teatro Cervantes, justo cuando va a comenzar una función: el tránsito apresurado de quien quiere entrar contrasta con quienes esperamos. La ciudad bulle de luces, compras y turistas.

Llega y enseguida nos reconocemos. Hace nueve años que no nos vemos, hemos hablado poco o casi nada en este tiempo, pero tampoco nos hacía falta. Hay personas con las que el tiempo no importa, con quienes la sensación de sentirse cómodo fluye de un modo natural. Lógicamente, tampoco os llegáis a conocer en profundidad, o quizás puede ser que, de un modo más genuino, os conóceis tan bien que no necesitais más. Durante mucho tiempo, me he dedicado a dar clases de español y la propia naturaleza del trabajo -entablar relaciones estrechas durante poco tiempo con personas de países y culturas diferentes-, propicia que me ocurran cosas así. Enseñar tu lenguaje a quien desea aprenderlo, te convierte en la puerta por donde esa persona va a conocer una forma distinta de contemplar y nombrar el mundo, y eso crea una conexión única, que a veces perdura y se hace especial. Me pasa con Tatiana y con algunas personas más; con otras, como Lutz o Werner, la amistad se hace más habitual y en eso influye que mis dos amigos alemanes se han comprado dos casas preciosas en Málaga, a la que vienen a pasar unos meses al año. Tatiana vive en Shangai, y eso queda un poco más lejos que Hamburgo, Stuttgart o Pedregalejo.

Allí lleva siete años con una agencia de eventos. No me habla mucho del trabajo (es normal, está de vacaciones), y sí sobre China. Me sorprende su actitud abierta y receptiva a una cultura que, normalmente, se ve en Europa con una serie interminable de tópicos, muchos de ellos negativos. Incluso quienes viajan con frecuencia a China se refieren a ella con una mezcla de incomprensión y lejanía. Tatiana, no. Sabe a sus treinta años que el mundo nos parece grande, pero en realidad es pequeño. Con todo ello, parece restarle importancia al mérito tremendo de, con veintipocos años, llegar a una ciudad con una población de veinticuatro millones de habitantes e integrarse. Cuando la conocí, era una persona que se abría a la vida, inquieta y con los ojos muy abiertos. Ahora me ha parecido más madura y reflexiva, con una mirada precavida y más sabia. Todavía tiene un sentido del humor increíble y una risa contagiosa, pero se adivina que hay mucho más que eso. Experiencias, fracasos, alegrías.

Tatiana sabe escuchar. Lo hace de forma inteligente, analizando lo que dices, sin interrumpirte, marcando los tiempos. No tiene prisa porque acabes ni ella por empezar. Y cuando habla -en un español estupendo, si bien puede hacerlo también en ruso, chino, inglés o alemán-, lo hace con mesura e ingenio. La conversación con ella es una delicia y marida con el vino que nos tomamos. A veces la miro y combino en mi mente la chica de hace nueve años y la mujer actual y ahora sí, veo el paso del tiempo, las cosas que me han llegado hasta aquí, lo que le espera a ella. Me dice que ya está cansada de Shangai y que se está planteando mudarse a otro sitio. Vive sola, en un pequeño apartamento, donde imagino que tendrá momentos en los que se preguntará qué hacer con su vida.

De repente, vuelvo a ser profesor de español: me pide que por favor compremos a las diez y media de la noche turrones para llevar a su familia. Así es esta profesión: una combinación de enseñante, guía turístico y solucionador de cualquier cosa. Pienso y me acuerdo del súper que está abierto todo el día. Allí compramos los turrones y una caja de mazapán. Más tarde, la casualidad nos lleva a una tienda de jamones, también abierta en esta locura que es Málaga en la actualidad, una ciudad cada día más fiel a sus orígenes fenicios de comercio sin fin.

Nos despedimos, sin saber cuando nos volveremos a encontrar. Sin nostalgias, con alegría de haber compartido estos momentos. Puede que nos veamos dentro de nueve o diez años, y seremos los mismos pero diferentes, cómplices en esta telaraña infinita que es vivir.