Podemos analizar tantas definiciones acerca de las cenas de empresa como ganas de perder el tiempo tenga el docente. Desde un punto de vista jerárquico, verbigracia, bien podría valer la siguiente: dícese de aquel impostado evento gastronómico en el que, con nocturnidad, alevosía y espumillón, los jefes te incitan a bajar la guardia, haciéndote creer que no lo son, a fin de generar, ya sea dolosa o culposamente, multitud de situaciones de emotiva naturalidad ficticia que irás pagando con creces a lo largo de los trescientos sesenta y cuatro días siguientes. Valga, pues, para empezar. Pero si quisiéramos, desde otro plano, apostar por criterios valorativos más asépticos, más científicos, bien podríamos limitarnos a enunciar que, conforme a los parámetros de la comunicación y sus categorías, las cenas de empresa afloran como aquella situación desde la que, con tan sólo una noche de por medio, pasamos del lenguaje coloquial al formal o, incluso, al feudal. Esto es, hacemos derivar un «qué arte tienes, Pepe» hacia un «lo que usted guste, don José». Son noches de camisas ajustadas, para el que pueda ponérselas, y de escotes sinuosos, para la que pueda lucirlos, en las que la última de pacharán nos puede hacer olvidar aquel memorable y antiquísimo brocardo, tan renombrado en barras de bar y demás mentideros, que rezaba aquello de «donde tengas la olla, no metas la rimable». Tengan ustedes en cuenta que la siguiente jornada laboral acontece en un decir Jesús y, con ella, pronto se desenmascara cualquier mal paso que pudiera haber propiciado la absenta. A nivel de jerga, para hacerme entender, podríamos decir que, en el triste día posterior, emerge una clara e inesperada desviación desde el «yo siempre me había fijado en ti» hacia el «si te he visto no me acuerdo» o, como decía el gran Gregorio, que en paz descanse, «no te digo trigo por no llamarte Rodrigo». Y, en el caso de que todo eclosione más allá del aparente y nunca real círculo de confianza, prepárense, durante el resto del año, a toparse con notas adhesivas en la fotocopiadora o en los baños de la oficina en las que, anónimamente, se nos informe al colectivo de que «Rogelio la tiene pequeña» o de que «la ropa interior de Puri se queda moderna en Punto Roma». No se les ocurra escudarse en aquella infame falacia de aquellos descarriados a los que se les antoje abanderar que «lo que sucede en la cena, se queda en la cena». Con permiso y a salvo de lo que estimen las redes sociales, querrán decir: plataformas iconográficas de suma indolencia a las que no les temblará una pestaña al difundir las más vergonzosas estampas y vergüenzas de la noche. Si no son precavidos, es muy posible que, al día siguiente, sus legítimos cónyuges, parejas de hecho, compañeros de arrejunte, novios o análogos les cuestionen que, en la tradicional foto finish, «la mano del puerco de Aurelio te sujeta la cintura» o que «los ojos de Pili te miran con ansia». Eviten compartir platos, que todo lo venéreo, nunca se sabe, también puede entrar por la boca. No vaya a ser que uno, al final, reciba lo que no le corresponde. Pidan un plato de coles de Bruselas al centro, nadie pinchará aparte de ustedes. Así se evitan el roce de las babas comunes implantadas indiscriminadamente por las cucharas de la muchedumbre. El agua, si bien resulta definitoria de nuestras cautelas previas, es, por otro lado, el mejor de los aliados a fin de evitar las salidas de tono. Merece la pena. No vaya a ser que uno se venga arriba y, finalmente, le refiera a su jefe o a su jefa lo que verdaderamente piensa acerca de su peinado, su ropa, su equipo de fútbol, su ideología política o su gestión de la empresa. Y, por supuesto, no se queden hasta el final, insólito y febril momento en el que todas las miserias salen a flote de manera irremediable. Una retirada a tiempo, recuerden, es una victoria. Aunque lo mejor, si me lo permiten, si es que me apuran, es no comparecer. Cenen, mejor, con sus amigos. Porque como refiere Sun Tzu en El arte de la guerra: «La habilidad no reside en ganar batallas, sino en no necesitarlas».