La Odisea vincula la mentira y la astucia a un concepto pragmático de la vida. Ulises (Odiseo) es el héroe que envejece con el lector y que sobrevive a la larga guerra de Troya y a un periplo interminable por los mares, consecuencia de la inquina que le guarda el dios Poseidón. Ulises es un superviviente, a diferencia de Aquiles, quizás su único rival en la conciencia moral de los antiguos griegos. Ahí donde Aquiles -el más glorioso de los héroes- refleja el poder deslumbrante de la juventud y su reverso -la muerte-, Ulises subraya la sinuosidad serpenteante del buen político -era rey y murió como rey-, su fina inteligencia tanto para afianzarse en el poder como para aprovechar las debilidades de sus adversarios. La profesora Eva Brann ha observado con agudeza la condición conservadora de este personaje homérico: no sólo juega un papel diplomático clave en el ejercito griego como mediador entre las distintas tendencias, sino que además su empeño al volver a Ítaca será restaurar el orden y la tradición. «Su primer trabajo al regresar es recuperar el derecho -explica la autora-. Su manera de lograrlo depende, por supuesto, de su carácter: como muchos hombres dotados de una extrema imaginación y de un exigente autocontrol, es un abierto conservador, y un cambio político no entra en su cabeza; fue rey en las islas hace veinte años y volverá a serlo otra vez».

Si Homero fue el educador de los griegos, como sostiene Sócrates, conviene reflexionar sobre lo que quiere decirnos con la personalidad de Odiseo. Aquiles muere, destruido por el arco que ha trazado el destino, al igual que el más noble de los mortales, el héroe troyano Héctor. Ulises, en cambio, los sobrevive a todos y ve un mundo -el de la cuenca mediterránea- que los otros ni siquiera sueñan conocer. Es más viejo que los demás y por ello también más sabio, más prudente y seguramente más escéptico con la condición humana; pero en ningún caso un misántropo. Para Allan Bloom, la misantropía es consecuencia de la rigidez debida a la verdad: en un mundo edificado sobre los sofismas y las mentiras, la verdad nos enclaustra en nosotros mismos y nos aleja políticamente de los demás. No siempre tiene que ser así, ni mucho menos, sino sólo cuando las tendencias más sombrías del hombre y de la sociedad han sustituido a las más nobles. Pero eso poco importa aquí: Ulises es el animal político incapaz de metafísica y, por tanto, apto para el zigzagueo continuo de la vida, lo cual incluye los engaños y el uso de la mentira para hacer frente a la imperfección de la realidad. No cualquier tipo de mentira, sino el engaño fértil, provechoso. Cabría preguntarse, ¿qué nación moderna no se fundamenta en sus propios mitos? O dicho de otro modo: sin el papel cohesionador de la mentira, ¿qué identidad se sostiene por sí misma? Ulises, los griegos, seguramente responderían que ninguna. Ni los hombres ni su miríada de dioses permiten otra respuesta distinta. La sabiduría de Odiseo supone ser consciente de ello y utilizarlo en su propio beneficio y en el de su reino.

Por supuesto, para la civilización cristiana el dilema es otro. La esperanza no se encuentra ni en los hombres ni en las divinidades, sino en un Dios único que se entrega en Holocausto. Y por supuesto el mundo de las ideologías resulta también muy distinto, porque su ceguera consiste en reducir la complejidad humana a unos pocos parámetros: en su afán por adular al rey no perciben ni siquiera la realidad de su desnudez. Pero ese, claro está, constituye un debate distinto.