Como soy autónomo y no tengo cena de empresa aproveché el pasado jueves para tirar de tradición y quedar a comer con dos buenos amigos con los que me unen las letras, la cerveza, los décimos de Navidad, el amor por los calamares y el ansia de dejar huella en un mundo menos feo. Que, bien mirado, no son pocos puntos de unión para los tiempos que corren. Este año comemos en una marisquería de Teatinos, dijo uno. Por mi perfecto, no se opuso el otro. ¿Hay cerveza fría y aceitunas aloreñas?, pregunté yo, que nunca había comido en Teatinos. Pues claro, coño. Me tronaron al unísono.

La comida fue como cabía esperar: risas, anécdotas, anhelos, brindis, promesas, y el deseo de repetir el encuentro. Luego una cosa llevó a la otra. Un no hay huevos por aquí, un si no fuera por estos raticos por allá, y, para cuando quise darme cuenta, me encontré sólo en la noche más oscura, como el gato que está triste y azul, deambulando por un barrio desconocido, con el móvil sin batería y rodeado de caras extrañas y difusas. Recordaba el nombre de la calle en la que aparqué el coche, pero no sabía volver. Empecé a recorrer calles intentando encontrar un taxi o una imagen, un sonido, un olor que me devolviera al camino correcto. Avenida Plutarco, llena de bares a ambos lados, una dicotomía en la que poner en grave peligro a izquierda y derecha la moral a la que dedicó su vida el filósofo y pensador que bautizaba la vía. Y allí iba yo descubriendo la concurrida vía, sorteando terrazas trufadas de vidas paralelas, zafándome de las pitonisas del Oráculo de Delfos, y esquivando algún que otro borracho por mezclar sofismas en exceso. Luego torcí la esquina hacia calle Sófocles, y aquello era como la guerra de Peloponeso. Gentío enfervorecido cantando himnos populares, abrazos mil, colegas de media hora, musas áticas y vómitos incandescentes. Un guirigay de tal nivel que no se entendía nada. Media hora más tarde encaucé la calle Hermes, nominada en favor del dios heleno de las fronteras y de los viajeros que las cruzan, como yo en aquel momento, más perdido que el alambre del pan Bimbo. Dios, también, de la astucia, los ladrones y los mentirosos, así que, por miedo a que el nombre imprimiera carácter a la calle, apreté el paso como perro que trepa olla. No fuera a ser que algún desaprensivo me sacrificase en honor al griego de marras.

Seguí andando con trote cochinero legionario, hop, hop, hop, hop. Sin noticias de ningún taxi y llegué a calle Esquilo. Una auténtica tragedia. Poca luz, demasiadas sombras sospechosas, un drama satírico de siete contra uno en una oscura esquina, un yonqui encadenado a su vicio, y el misterio de mi coche, obvio, seguía sin resolverse. Nada, sigo dando vueltas en círculos. Otra calle. Miro el nombre: Calle Teseo. Joder con los griegos. Pues nada, continúo andando. Nadie me da razón o paradero de la calle que busco. Teseo, el rey estéril al que el oráculo dijo que no tuviera sexo hasta que volviera a Atenas y así fecundaría con toda seguridad a la primera mujer con la que yaciera, su esposa. Pero el rey de Trecén se enteró del entuerto y le emborrachó para que preñase a su propia hija y asegurarse con ello la descendencia por una intrascendencia. Borrachera, polvo malgastado y esposa cabreada. Muy propio para esa calle, esas horas, y estas fechas de pérdida de papeles.

Tantas y cuantas calles recorrí sin rumbo fijo hasta que al fin divisé un taxi al final de la calle Tales. Corrí como Filípides, lo alcancé y, entre jadeo y jadeo, pregunté al taxista: Perdone, busco la calle del filósofo de Elea, sabe por dónde queda. Y el buen hombre bajó el volumen del aria para violín y contralto de Bach en su Pasión según San Mateo y me contestó con otro interrogante: Se refiere usted a Parménides de Elea o a Zenón de Elea, porque si bien comparten escuela presocrática, sus calles quedan bastante lejos la una de la otra.

Me di la vuelta. Entré en el primer bar que vi abierto y me pedí otra copa. Llegué a casa andando, a la hora que las churrerías levantan la persiana. A buenas horas, me dijo mi mujer. Dónde has estado. Y yo, cabizbajo y derrotado, le respondí: sólo sé que no sé nada.