ay un mundo a punto de desaparecer y otro que emerge a toda velocidad. Es cuestión de décadas, de unas cuantas generaciones, pero no de siglos. Si dirigimos nuestra mirada hacia los inicios de la Modernidad -el descubrimiento y la conquista de América, el ensimismamiento de China en el siglo XVI, el nacimiento de Rusia con los primeros zares, la paulatina hegemonía marítima de Europa-, comprobaremos cómo el mundo actual es muy distinto y, a la vez, asombrosamente parecido. Es una sociedad, sin embargo, que envejece al ritmo sostenido del invierno demográfico y de la irrupción de una nueva clase consumidora global, sobre todo en Asia.

Desde la II Guerra Mundial, Europa ya no mantiene su primacía científica y mucho menos la tecnológica y empresarial. Las grandes empresas de consumo europeas -de BMW a Inditex, de L'Oréal a Danone- son marcas globales que compiten en igualdad de condiciones con cualquier otra multinacional. Pero, en el campo de la tecnología pura -con la excepción de SAP-, no sucede lo mismo: Terra no se convirtió en Google ni FNAC equivale a Amazon. China, en cambio, con su decidida política orientada a la soberanía tecnológica nacional y gracias a su enorme tamaño, sí que ha logrado contar con sus propios gigantes informáticos. Está en juego el almacenamiento de millones de datos de actores privados y públicos, el control de la información e incluso la seguridad de los países en un mundo cada vez más interconectado.

Las inmensas inversiones en Inteligencia Artificial -una pugna que amenaza con desajustar multitud de equilibrios de poder- ha disparado todas las alarmas políticas, sociales, empresariales y militares. Europa hace tiempo que perdió esta batalla por incomparecencia, mientras comprueba con asombro cómo sus startups más punteras -pensemos en las fábricas de robots en Alemania- son adquiridas por empresas chinas. Hay, insisto, un mundo a punto de desaparecer, incluso si asumimos una visión pesimista sobre el crecimiento asiático y damos crédito a la posibilidad -real, por otra parte- de que las tensiones internas terminen por quebrar la hegemonía comunista en Pekín y la democracia liberal se consolide también en el Lejano Oriente.

Ese mundo a punto de desaparecer no es ajeno a una nube de derrotismo que acompaña el discurso de la frivolidad. Son los efectos colaterales de un nihilismo que se ha hecho ya crónico en el terreno de las ideas y las creencias. Se viste con sucedáneos morales, con sofismas inflamados que dividen nuestra sociedad en dos y mueven al enfrentamiento, al cinismo o a la revuelta. Con varios años de ventaja como laboratorio social, hay una desolación humana en el corazón de los Estados Unidos que emerge en forma de ira y de voto antisistema. Debemos criticar las soluciones populistas, pero haremos mal si nos negamos a escuchar sus gritos. La sordera en política constituye otro rostro del mal contemporáneo: ese nihilismo estúpido que niega al hombre incluso sus últimas razones.

El mundo que está a punto de desaparecer era un lugar seguramente más noble que el que va a llegar. Aquel, al menos, era consciente de su imperfección y de sus limitaciones. El nuevo mundo resulta mucho más obsceno en su convencimiento de que no le debe gratitud a nadie. Pagaremos cara nuestra ligereza y aún más la acedia que nos domina, la falta de cuidado con que se hacen las cosas y con que se atiende a las personas. La degradación general de los servicios, su obvia mercantilización, la falta de compromiso y la ausencia de contención, la dificultad para pensar a largo plazo y llegar a acuerdos, la dramatización continua de la realidad, la falta de esperanza enmascarada por un ruido incesante que enmaraña la soledad de la gente, todo ello tiene mucho de final de etapa. Si Occidente no cree en sus propias virtudes, nadie lo hará por nosotros.