Que no me vengan con polladas. Una Nochebuena donde se junten Bertín Osborne y la sardesca y maleducada Paz Padilla no puede ser buena. Su verborrea macarra y vulgar provocarían en Isabel Preysler, la esfinge atirantada, la geisha de porcelana, pústulas y grietas como un secarral africano. Quita, quita. Para mí, esa mezcla es peor que un cataclismo sin aviso, peor que castigarme con una cinta interminable donde se ve una y otra vez el cachete brutal y las uñas ordinarias de Rosalía tra, tra. Pues justo esa es la sentencia que ha dictado el sádico Paolo Vasile para la programación de la cena del 24, cuando este país entra en trance y se reúne en familia. O no. Si a la mesa, como digo, además de los mentados, se sienta Omar Montes la cosa no tiene remedio -juro ante un capítulo, cualquiera de ellos, de la nueva Merlí, sapere aude, que he pinchado uno de sus videos, que he respirado con calma como cuando estás a punto de soponcio y tienes que tranquilizarte, y he escuchado lo que hace este chico, pero por mucho que lo he intentado no he pasado de los primeros segundos porque un escalofrío de náusea densa me ha sacudido, dios, ¿quién es capaz de soportar esas letras chungas, su voz atascada, gangosa, macarra, ese chándal y esas zapatillas carísimas de ir al súper el sábado y esa gorrita de gañán de barrio?-. Decía que la noche no es buena si la oferta en la tele es esa. Esa y el discurso real. Es todo un clásico que, como sabemos, nadie ve ni escucha, y hay que esperar al día siguiente para que los informativos se vuelvan locos y lo desmenucen -paro, gobernabilidad, unidad de España- como se aprovecha y se trocea un cochino, del que todo vale. Lo que me gusta de este formato anual no es lo que se ve sino lo que rodea al actor, las luces, el trasiego de técnicos, los ensayos con la maestra periodista que comparte piso y cama con el señor, el maquillaje, el momento de la grabación, las repeticiones, los sutiles pero enfáticos trávelin sin llegar al primer plano, tan irreverente. Urge un cómo se hizo el discurso real para los no monárquicos.

La corona

Ahora, cada vez que escuche a Felipe VI en su discurso de navidad no podré olvidarme de la monarquía que abrió la veda, y no por gusto sino por supervivencia, pensando que era lo mejor para la corona. Fue Isabel II, estirada, encapsulada en su orla secular, ajena al mundo, la primera que lo hizo. Un artículo de los que provocan incendios, de los que escuecen, escrito contra ella meses antes por el editor de National and English Review, lord Altrinchman, fue el detonante. Escribió que Isabel era fría, alejada de la calle, sin sentimientos. La reina, conmocionada, perpleja, lo recibió en audiencia privada, que no se reconoció en aquel momento, e hizo suya la sugerencia del crítico, que le aconsejó que el discurso navideño fuera televisado para dar imagen de cercanía. Era 1957, y de ser un ogro, lord Altrinchman fue considerado con el tiempo uno de los salvadores de la corona británica. Claro que el núcleo duro de los monárquicos tradicionalistas vio en ese gesto todo lo contrario, es decir, una claudicación, una derrota, que la monarquía, con la reina a la cabeza, dejaba el halo sagrado y la familia real se convertía en una familia normal, es decir, vulgar. La monarquía no me fascina, pero The Crown, en Netflix, de la que cojo estos datos, me tiene pillado, y Claire Foy, la reina, más. Qué gran serie, qué gran trabajo, qué monumental producción. ¿Es Felipe VI vulgar por salir en la tele? No, pero los tiempos monárquicos están tan medidos como hace la reina de corazones, de nuevo ¿Isabel Preysler o su heredera, Tamara Falcó?, que los maneja con maestría y eligiendo no sólo cuánto sino dónde y cómo. Si viéramos cada día al monarca en la tele acabaría siendo como un anodino tertuliano, como un chabacano concursante de Gran hermano. Eso ya lo sabían en la corte isabelina hace más de 60 años.

El del tambor

Tampoco sería moco de pavo, o pava, una cena como las de Ven a cenar conmigo, con su chorrada final de Gourmet edition, que hay que tener valor para decir que una cena es de alto nivel si en ella está, bueno, cualquier comensal elegido por Telecinco. La última edición de esta fábrica de horrores contó, que yo lo vi, con una tal Cósima Ramirez. Ni se altere. Si no se habla de papá y mamá, la nena no es nada. Así que al Cósima este hay que añadir la coletilla, es decir, que es la hija de Agatha Ruiz de la Pava y de Pedro José Ramírez, que por cierto, encontró hueco como tertuliano en Los desayunos de La 1, donde, como aquel que fue a hablar de su libro, él mete todo el rato el nombre del digital que dirige. Bien. Escuchando a la Cósima uno entiende que sí, que la palabra pija puede hablar de miembro viril -vaya pija tiene el tío- y también, según la Rae, de quien por «su vestuario, modales, y lenguaje, manifiesta muy afectada gustos propios de una clase social adinerada». Y ya puestos, sin salir de la órbita de Mediaset, ni de coña cenaba yo con el chiquillo del tambor nazareno que ha ganado la quinta edición de los talentos de Telecinco, por allí te la hinco, por dios, sólo faltaba eso, que entre langostino y gamba compañera tuviera en la oreja al nene dando porrazos. Que lo disfrute el papa de Roma, que lo recibirá en audiencia. Se ve que Francisco es un santo. No así el ultra diputado murciano, Francisco Carrera, que ve conejos -¿comestibles?- en vez de hijos si la madre es soltera. En serio, ¿qué toma esta gente? Y otra cosa, ¿de verdad tomando gulas, tal como vemos en el anuncio de Roberto Leal, se alcanza la felicidad, la familia ideal, y dejas de sentirte solo? TVE propone Telepasión, también con Roberto, pero sin gulas. Y por fin, Carlos Arguiñano, sobre lo mismo. Al final de su programa de cocina recordaba el jueves a la gente que está sola no por gusto y a los ayuntamientos que la noche del 24 celebran cenas para paliar su soledad, y un cierto aire a cena triste, de buenas intenciones pero devastadores efectos, traspasó la pantalla. A ver si es que seguimos sobrevalorando la Nochebuena.