De aquel hombre se decía que era tan impuntual que llegó tarde a su propio entierro... llegó tan tarde que hasta se marchitaron las flores artificiales de la corona que sus amigos habían enviado al funeral. Mucha gente no se toma en serio ni la puntualidad ni la educación, muy relacionadas porque significan respeto por el otro y muy necesarias para vivir en sociedad en esta época en la que la moda es reclamar derechos sin asumir que van acompañados de deberes. Shakespeare decía que es mejor llegar tres horas antes que un minuto tarde porque es una falta de educación hacer esperar a otra persona cuyo tiempo es al menos tan valioso como el nuestro, y Benjamin Franklin, ocupado con sus cometas y pararrayos, añadía que «la pérdida de tiempo es el mayor de los derroches». Lo que pasa es que la puntualidad no tiene el mismo valor en todos sitios. Entre nosotros el reloj marca, teóricamente al menos, todas las horas de nuestras vidas. En cierta ocasión el jefe de gabinete del entonces Secretario de Estado norteamericano James Baker me mostró una cartulina donde aparecía su agenda del día pautada al minuto, desde que se levantaba hasta que se acostaba. No exagero. Yo pregunté que cuándo iba al baño y él sin inmutarse contestó: aquí y aquí, mientras señalaba dos líneas en la cartulina y yo confieso que me quedé horrorizado. No querría vivir así ni un solo día de mi vida, sin tiempo para disfrutar de un café con un amigo con el que has tropezado fortuitamente o para disfrutar de una bonita puesta de sol. La puntualidad no es solo una virtud occidental. En Irán, viejo Imperio, la puntualidad se lleva al extremo, si llegas tarde te hacen esperar los mismos minutos que te has retrasado y así me ocurrió en cierta ocasión cuando el enloquecido tráfico de Teherán me hizo llegar exactamente 12 minutos tarde a una cita con el Comandante Naval de los Pasdaranes (los Guardianes de la Revolución Islámica). Antes de recibirme me hizo esperar otros doce minutos, ni uno más ni uno menos. En otras latitudes la puntualidad es más elástica, como ocurre con las bodas en Uruguay donde si uno llega llega a la iglesia a la hora indicada, no encontrará a nadie hasta dos horas más tarde. Ni al cura. O en las cenas en países de América Central. Te citan a las ocho, no se cena hasta las doce y esas cuatro horas se emplean en beber whisky («jaibolitos» dicen ellos por el vaso alto o high ball en el que lo sirven) con el resultado de que cuando llega por fin la hora de cenar unos están muy animados y otros están medio dormidos. En la tribu Kakwa del norte de Uganda, si te invitan a comer hay que llegar tarde para demostrar que no se tiene hambre y así probar la propia importancia y riqueza, y tampoco debes llegar el primero a un entierro para que no se sospeche que tienes algo que ver con el fallecimiento. No se cómo harán para comenzar... Las personas más impuntuales que he conocido son tres potentados árabes y en todos los casos estoy convencido de que lo eran porque no piensan en los demás o, si lo hacen, no conciben que los simples mortales puedan tener nada más importante que hacer en la vida que esperarles a ellos. El primero fue el rey Fahed de Arabia Saudita que recibió con cuatro horas de retraso a una delegación española en su palacio de la ciudad de Medina, prohibida a los no musulmanes. Puede que durmiera la siesta o estuviera viendo un par de películas y nadie se debió atrever a recordarle que había unos señores que le esperábamos desde hacía horas. En otra ocasión el rey Hassan de Marruecos estaba invitado a comer por Felipe González en la Moncloa a las dos de la tarde y apareció a las cuatro, y luego le dio otro plantón similar en Rabat a la Reina de Inglaterra. Y el tercero fue el coronel Gaddafi, que hizo esperar seis horas a Francisco Fernández Ordóñez, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, antes de recibirle tras mucha incertidumbre en un cuartel de las afueras de Benghazi (nunca decían de antemano dónde te iba a recibir por comprensibles razones de seguridad). Cuando por fin llegó me pareció que estaba flipado. Pero hay otros que no son impuntuales sino que son maleducados porque no es que lleguen tarde, es que no llegan. Como hicieron Quim Torra y Ada Colau, cuando no acudieron a saludar al Rey y a la princesa de Asturias cuando fueron a Barcelona para entregar los premios Princesa de Girona. Ambos confundieron sus ideas personales, que pueden ser respetables, con las obligaciones institucionales que les imponen sus cargos de presidente de la Generalitat y alcaldesa de Barcelona. Las empanadas mentales que ambos tienen no son admisibles a ciertos niveles de responsabilidad y de representatividad. Son los dos unos maleducados y unos catetos. Porque la puntualidad es la cortesía de los poderosos, como decía Luis XVIII y la mala educación... alguien dijo que un rey puede hacer noble a un campesino pero no puede hacer caballero al que no lo es. O sea, que no se pueden pedir peras al olmo o, como dice un proverbio ruso nunca trates de enseñar a un cerdo a cantar porque perderás tu tiempo y fastidiarás al cerdo. Dicho sea sin señalar y sin querer molestar a nadie. Y para terminar, permítanme desearles una Feliz Navidad.