Durante un tiempo España intentó convencer a Europa de que los políticos independentistas catalanes que promovieron el golpe de Estado contra las instituciones eran unos delincuentes, como más tarde se demostró con las condenas por sedición y malversación. La leyenda negra del país, que emerge en el Exterior cuando interesa, pesaba sobre la democracia española obligada a defenderse de la amenaza golpista. El Gobierno, con mejor o peor fortuna, trataba de contrarrestar ese efecto y el victimismo de los dirigentes partidarios de la secesión, algunos de ellos prófugos de la justicia, otros en prisión. El cuerpo más sensible de la UE entendió entonces las razones de España como nación soberana para oponerse a la deslealtad nacionalista utilizando los mecanismos que otorga la ley para castigarla y poner un nuevo dique frente a la peste del populismo que se extiende por el continente. Pero de repente todo cambió. Los delincuentes pasaron a ser considerados por el Gobierno iguales e invitados a la mesa de negociación para decidir el futuro de España. Naturalmente si esto no se entiende bien dentro, fuera tiene una difícil comprensión además de carecer de la más elemental lógica. ¿Los que quieren destruir la convivencia y el país con una idea supremacista sobre el resto de los españoles negociando con ellos? ¿Cómo se come eso? ¿Cuál es la razón de Estado que se pone en manos de quienes no han cejado en el empeño de vulnerar la soberanía? El pasado sábado escribí sobre las señales confusas que se estaban emitiendo y la incongruencia que el Gobierno de España proyectaba en el exterior blanqueando la imagen del independentismo. Ahora se sabe que el propio gabinete de la Eurocámara, para cargarse de razón y habilitar a Puigdemont y Comín, ha esgrimido como argumento de peso entre los europarlamentarios españoles que no les pidan que traten como delincuentes a quienes negocian con el Gobierno. No es para extrañarse.