Hace cinco años ya. Un lustro -esa palabra de sonoridad seria y algo tremenda que sirve para medir un corto periodo de cinco años- desde que el hijo de Juan Carlos I es rey. Anteanoche hubo incluso programaciones especiales en radio y televisión que hicieron que algunos periodistas pasaran la Nochebuena sentados ante el micrófono o las cámaras.

Una tradición teatral parecida mantiene la función de Nochevieja y detiene la obra a medianoche para tomarse las uvas con los espectadores. Hay una catarsis emocionante, un paréntesis cósmico en esa alegre anomalía. Pero la noche de fin de año es una cosa y la Nochebuena otra. Por lo menos todavía, aunque las programaciones especiales de las televisiones cada vez se diferencian menos en cualquiera de las dos noches; sea por el pragmatismo de salir del paso en vacaciones rellenando o por la ausencia de eso que llaman espíritu navideño en quienes las deciden. En todo caso, ojalá no se convierta en costumbre analizar el discurso del Rey cada Nochebuena, por lo que de emotivo tiene sentarse con seres queridos a cenar la noche antes de Navidad y no entre tertulianos en una emisora de radio o en un plató de televisión.

Pero el discurso de Felipe VI no ha vuelto a ser mirado con lupa por gusto. Más bien, por el disgusto que nos están dando los independentistas a muchos españoles que, sin necesidad de tener concretamente que votar a izquierda o derecha o adelante o atrás un dos tres y, a veces, contando hasta diez, nos sentimos con serena naturalidad y no poca lógica eso, españoles. Y todo ello, a pesar de que los españoles más normalitos y solidarios a la hora de echarnos el país y a los vulnerables de entre nos a la espalda pagando nuestros impuestos -incluso enfadados cuando creemos que se gestionan mal o los manosean algunos corruptos- y cumpliendo mejor o menos mejor el resto de nuestras obligaciones como ciudadanos, sabemos que la función del monarca en nuestra Constitución es representativa; lo que viene a ser en la práctica que el ensayado y grabado discurso con el que nos mira a los ojos a través de las dos cámaras de TVE no lo ha escrito él.

Sin embargo, la persona que está dentro del Rey trasciende en chispazos de credibilidad todo ese acartonamiento institucionalizado cuando lo que dice está soportado por el sentido común y se adecúa, aunque de manera más o menos genérica, al contexto en el que el país está en ese momento. Por ejemplo, cuando vino a decir que nos define la diversidad, pero nos da fuerza la unidad, fue uno de esos momentos del discurso real que también fue real. Incluso la escenografía puede trascender un mensaje de esa unidad en lo fundamental: una foto de su familia y un árbol de Navidad. Para algunos sólo faltaría un perro, la única compañía de quienes padecen el favorecido virus de la soledad, y casi todos nos veríamos reflejados en ese espejo de Nochebuena, salvando la calidad y la estética del mobiliario del Palacio Real. «Tenemos un gran potencial como país. Pensemos en grande. Avancemos todos juntos... Eguberri on. Bon Nadal. Boas festas». Pues eso, ¡Felices Fiestas!