Cada año, desde hace siete u ocho, el discurso de navidad del rey se convierte en el objeto de furibundas, irritadas o despectivas críticas por gente que, más que republicanos, parecen simplemente antimonárquicos. Se denuncia lo que le sobra o lo que le falta, lo que renuncia a insinuar o lo que alevosamente deja caer. No existe en realidad ninguna hermenéutica de la intervención real, sino la voluntad de aprovecharlo para atacar la misma institución monárquica, como si no hubiera ocasiones para tal cosa en el resto del año. Es decir, que se presenta como interpretación crítica a la alocución del rey lo que no suele ser sino un pronunciamiento contra la monarquía. Los vibrantes críticos navideños solo encontrarían aceptable que Felipe VI se pronunciara a favor de la república o apoyara entusiásticamente el proceso independentista en Cataluña.

Los discursos relevantes del rey (y en primer lugar el que llega en cada navidad) no los escribe el monarca de su mano ni expresan exactamente sus opiniones personales. El texto, de facto, se consensúa entre la Casa Real y el Gobierno, quien finalmente lo valida. Muchos creen saber esto, pero no acaban de entenderlo. El rey dice (hablando grosso modo) lo que el Gobierno quiere o tolera que diga. En los regímenes republicanos entre los que están separados la jefatura del Estado y la del Gobierno, la primera suele tener más autonomía, es cierto, que en las monarquías parlamentarias. Pero quizás no estaría mal que algunos leyeran o releyeran -es un ejemplo- las memorias de Manuel Azaña, para comprobar que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, transmitía al Gobierno previamente sus principales o más delicados discursos, y no lo dejó de hacer hasta que sus relaciones con Azaña se deterioraron definitivamente en la primavera de 1932. Todavía son más divertidos los chiquillos -con o sin alopecia- que recuerdan lo malo que son genéticamente los borbones, o que denuncian que Juan Carlos I juró los Principios Fundamentales del Movimiento, o que nadie ha votado a Felipe VI y otros insondables mediterráneos que se beben y beben y vuelven a beber, como los peces en el río, cada navidad. Pues sí, criaturas, aquí se llegó un acuerdo -Luego mitologizado bajo el nombre de Transición Política- entre los sectores menos estúpidos y cerriles del franquismo y las principales fuerzas de izquierda y centroizquierda que intuían bien su incapacidad para darle la vuelta a la tortilla. Se hicieron muchas cosas mal y, en algunos aspectos, se cedió demasiado, pero todo era enmendable en el futuro, y bastante fue enmendado, gracias a una Constitución que proclamaba como forma de Estado la monarquía parlamentaria y que fue aprobada mayoritariamente en 1978. Nada de esto, por supuesto, impide o debe impedir la reclamación de una república democrática como objetivo político. Pero se me antoja que esa reivindicación será tanto más sólida y contará con mayor respaldo si está basada en argumentos razonables, en la promesa de una renovación del contrato entre la representación política y los ciudadanos, antes que en una colección de chascarrillos, tontadas, semiverdades, inexactitudes y boutades embadurnadas de odios abstractos y resentimientos anacrónicos.