Leopoldo II de Bélgica, que no se metía en política salvo para esquilmar el Congo, solía jactarse de que todas las mañanas recibía al jefe del gobierno y le preguntaba si tenía mayoría en el Congreso y en el Senado. «Si me dice que sí, me voy de paseo. Si me dice que no le mando a paseo a él», apostillaba.

El principio constitucional de que el rey reina pero no gobierna se ha entendido siempre según los casos y sus peculiaridades. Luis I de Baviera, era, por ejemplo, lo suficientemente pasota no ya para despedir a sus primeros ministros, sino para ocuparse de los asuntos de etiqueta. Un día mientras visitaba la Exposición Universal de París de 1867 y en el momento en que recorría uno de los pabellones, Napoleón III, siguiendo el protocolo, le dijo que si quería que le presentase a sus ministros, y el el rey de Baviera respondió: «No, por favor, me aburre».

Los tiempos han cambiado incluso para la monarquía, una institución considerada anacrónica por muchos, pero que en este país ha actuado en los últimos años de dique frente a la amenaza separatista y por ese motivo se halla más expuesta que nunca. Hasta el punto que el Gobierno ha optado por no defender al Jefe del Estado cuando recibe los ataques de sus principales enemigos independentistas, para que fluya la negociación que mantiene con ellos. Estos han decidido calumniar una vez más a Felipe VI, calificándole de represor,por recordar en su mensaje navideño el cumplimiento constitucional y describir a Cataluña como «un problema».

Isabel II, en cambio, admite «turbulencias» en el Reino Unido y no pasa nada. Los problemas superan de largo a la exquisita neutralidad. Para empezar no hay problemas neutrales.