Fardar ya no mola en la sociedad actual. Sobre todo, entre muchos jóvenes concienciados de lo que se les avecina. Los tiempos en los que presumir de marca de zapatillas deportivas con los colegas o exhibir el nuevo teléfono móvil de última generación como si de un trofeo tratara han pasado a peor vida en amplias capas de consumidores que dan la espalda al derroche banal y la ostentación ramplona. Signos de pobreza moral que eludir por nuevas generaciones que se enfrentan a borrascas vitales que han venido para quedarse: la crisis tenaz que atenaza las expectativas envía señales de alarma roja. Vía 1: mejor no pasarse con las compras desmedidas porque los descosidos de hoy pueden ser los rotos del mañana. Vía 2: la moralidad es un bien común a compartir y potenciar. Y eso incluye la moderación en la adquisición de productos innecesarios y dar esquinazo a las tentaciones que llegan a borbotones con precios muy superiores al valor real. Si ya lo decía Cicerón: «La templanza es un gran capital». Capital que no cotiza en Bolsa pero proporciona grandes beneficios a quien invierte en ella.

La extensa y devastadora crisis de la que venimos, y que da incipientes muestras de volver a las andanadas financieras a poco que tiemblen los cimientos de la economía mundial, quizás ha impartido lecciones a la fuerza porque muchos hogares se vieron ahogados. A esa situación convulsa se suma la catástrofe climática que ensombrece el horizonte. Los más jóvenes, representados a efectos mediáticos por Greta Thunberg, tienen ante sí obstáculos gigantescos para encontrar salidas laborales y, para colmo de males, asisten impotentes al deterioro imparable del planeta. En ese paisaje inquietante, por no decir aterrador, pedir a los padres una marca de precio desorbitado es una forma de egoísmo social, ya sea ejercida por quienes pueden pagarlo sin problemas o por quienes deben recurrir a grandes sacrificios familiares para satisfacer sus caprichos.

¿Es el lujo, y su exhibición desmesurada, una manifestación a extinguir del consumismo sin trabas? Quizá lo sea en algunas zonas de la población que se plantean renunciar a él. Investigadores de la Universidad de Harvard han publicado un informe publicado en la revista 'Journal of Consumer Research' que bautiza la tendencia tras realizar encuestas y observaciones de clientes de la Metropolitan Opera y compradores en Louis Vuitton en Nueva York, turistas en el muy selecto Martha's Vineyard y otros consumidores de lujo con ingresos superiores a los cien mil euros al año. Hablan del síndrome del consumidor impostor. Quien lo padece renuncia a presumir de objetos de lujo, algo habitual entre quienes los usan para dejar evidencia de su lustre social. Por convencimiento propio o por rechazo ajeno: al sentirse juzgado para mal por los demás, siente que está derrapando en imagen y prestigio, como si usurparan un lugar que no les corresponde y les pusiera en el punto de ira de quienes no tienen tanta suerte ni tantos privilegios. Lejos de darles la seguridad y confianza para los que parecen haber sido creados, esos lujos empobrecen su autoestima y lastiman sus convicciones.

En lo más alto de la cúspide del consumo no suenan esas quejas, no llegan las voces que lo cuestionan a las torres de marfil. Son una minoría que seguirá surcando el cielo en sus propios jets, durmiendo en hoteles que cobran una fortuna por sus megasuperhabitaciones y comprando en las tiendas de ropa más caras del planeta, como aquella en la que 'Pretty woman' entraba con el billetero bien gordo de su protector en la mano para gastar lo que quisiera por una indecente cantidad de dinero. Esos engullidores de lujo superlativo no son los que sostienen en exclusiva el andamiaje del lujo como industria internacional, que depende para su pujanza de peldaños más bajos y menos selectos.

Como apunta el periodista Dan Kopf en el medio 'Quartz', las élites estadounidenses se sienten «cada vez más atraídas por marcadores de clase menos llamativos, gastando su dinero en escuelas privadas, jardineros y cuidado infantil en lugar de accesorios llamativos que están destinados a hacer que otros se sienten y tomen nota. La creciente preocupación por el cambio climático y las condiciones laborales puede hacer que otros cuestionen la ética de comprar artículos de lujo por completo». En el fondo de este aparente cambio de paradigma en lo que a consumo se refiere -al menos en la mentalidad estadounidense, que siempre precede a lo que pasará en el resto del mundo- hay una progresiva preocupación de hechuras culturales por la autenticidad y el rechazo a la impostura.