El pacto al que han llegado PSOE y ERC no es fruto de la convicción, sino de la necesidad. Para el primero la necesidad de alcanzar la Presidencia del Gobierno y eludir el abismo de unas terceras elecciones; para el segundo la de salir del bucle en el que ha caído el independentismo y cuyo máximo beneficiario es su directo competidor, JxCat.

Después de tantos meses la formación de un nuevo Gobierno parecía un callejón sin salida. Desde la noche electoral el PP tapió la posibilidad de contribuir con su abstención a la investidura presidencial de Pedro Sánchez y ERC, que enseguida apareció como imprescindible, tenía difícil saltar una barricada que había ayudado a construir. Ante este fuego cruzado la vía de escape no podía ser otra que evaporarse y en esto consiste el pacto; algo etéreo, insustancial, con promesas difusas que serán interpretadas por los firmantes de muy diversa manera para no disgustar a sus respectivas parroquias. Ante los mensajes apocalípticos de las tres derechas hay que ser prudentes y realistas, porque no hay incendio, sino humo, aunque el acuerdo huela a chamusquina. El pacto no es preocupante porque se reconozca que hay un conflicto político con Cataluña; es obvio que lo hay, aunque no es sólo político; también lo es social y de orden público. Tampoco por la bilateralidad de la relación, que ya existió en la época de Pujol y con el País Vasco para la negociación del concierto económico.

Del pacto llaman la atención varias cosas. La primera es la comprobación una vez más de que la política ya no respeta las formas institucionales. Los dos partidos firmantes acuerdan crear una mesa de diálogo entre Gobiernos, y es impresentable que se arroguen la capacidad de decidir lo que formalmente correspondería a estos dos órganos; en este caso, con el agravante de que el Gobierno español aún no está constituido y previsiblemente será de coalición con un partido que no es firmante del acuerdo. En el caso del Gobierno de la Generalitat la situación aún es más chocante, porque su Presidente ya ha dicho que rechaza el pacto. La segunda observación es que la Constitución no aparece mencionada en el texto del acuerdo. Se afirma que la Mesa de diálogo de ambos Gobiernos «actuará sin más límites que el respeto a los instrumentos y a los principios que rigen el ordenamiento jurídico democrático». El PSOE podrá decir que esos instrumentos y principios son, por supuesto, los del ordenamiento constitucional vigente y ERC recurrirá al consabido discurso de que por encima de la Constitución está la democracia, uno de cuyos principios es el de autodeterminación y uno de sus instrumentos el referéndum. La tercera tiene que ver con esto último, porque se dice que «las medidas en que se materialicen los acuerdos serán sometidas en su caso a validación democrática a través de consulta a la ciudadanía de Catalunya, de acuerdo con los mecanismos previstos o que puedan preverse en el marco del sistema jurídico-político». A través de esta perífrasis se huye de la palabra referéndum, lo cual parece absurdo, porque el problema no es la consulta ciudadana, sino la constitucionalidad de lo que se somete a consulta y, según lo que se acuerde, la consulta será a la ciudadanía catalana o a la ciudadanía española. Sin embargo, se deja entrever la posibilidad de que cambie la regulación de las consultas populares, porque se alude a los instrumentos «previstos o que puedan preverse» y, una vez más, se evita la referencia al marco constitucional para encuadrar esos instrumentos «en el marco del sistema jurídico político». Quizá esta omisión no pretenda negar valor a la Constitución (tesis tan inaceptable para el PSOE como grata para ERC), pero sí vislumbrar una ingeniería jurídica que intente evitar la reforma constitucional e introducir tales instrumentos a través de una reforma del Estatuto de Autonomía y de la Ley Orgánica de las distintas modalidades de Referéndum. En este último punto puede estar el gato encerrado del acuerdo y también su fracaso: acabaría una vez más en la judicialización del conflicto ante el TC.

Sería un grave error no plantear abiertamente el problema a través de un debate de reforma de la Constitución. La cuestión no reside ya en hallar una solución, porque sin duda no hay en estos momentos mayoría suficiente para esa reforma. El problema está en no querer siquiera deliberar en sede parlamentaria un asunto como la organización territorial del Estado que el constituyente hace ya más de cuarenta años no se atrevió a concluir, remitiendo el asunto a los Estatutos de Autonomía. Cerrarse en banda como hace la derecha sólo contribuye a que el independentismo gane crédito internacional en una batalla por la legitimidad democrática que con gran torpeza no consigue librar España a través de sus instituciones.