No es buena noticia la mentira. Pero es aún peor observar que los políticos que antes se esforzaban en disimular el engaño se dedican ahora a presumir de él sin costes electorales, como escribió el otro día Raúl del Pozo citando a Jacques Derrida. Un parlamentario navarro, Sergio Sayas, tuvo con motivo del debate de investidura una intervención estelar en la que detallaba las trolas de Pedro Sánchez para ganarse la confianza de los electores, que quizás no se hu-bieran manifestado en las urnas de la misma manera si el presidente de Gobierno no escondiera las intenciones de pactar con Podemos y los separatistas en vez de empeñarse en lo contrario y manifestar de manera reiterada que acudía a unas nuevas elecciones porque Pablo Iglesias le «producía insomnio» y no quería llegar con él a un acuerdo «indeseable» para los españoles.

El político oportunista pillado en la mentira flagrante y en la incongruencia es en la actualidad un político primado por una sociedad narcotizada que ha aprendido a no detectar el fraude del modo debido y castigarlo como se merece. En otros tiempos no demasiado lejanos, en Estados Unidos se decía aquello de que Lincoln no sabía mentir, ni Nixon decir una verdad, mientras que Clinton era incapaz de distinguir entre una cosa y otra. Probablemente hemos llegado a este estado de la opinión debido a la insuficiencia para juzgar a quien miente con la misma vara de medir en función de quién es el mentiroso. Como tampoco se mide de igual manera la inclusión de la pareja en un mismo gobierno, caso del vicepresidente Pablo Iglesias y de la ministra de Igualdad, Irene Montero. Sí, sí, el propio Iglesias que viste y calza que dijo de Ana Botella que su único mérito era «ser esposa de...» El mismo que despellejó a De Guindos por un ático de 600.000 euros y acto seguido compró un chalet en Galapagar. La falsedad puntúa a favor.