Tras un arranque memorable con una primera temporada portentosa (en gran medida por la importancia del personaje de Churchill), The Crown perdió fuelle en una segunda entrega tirando a monótona. Menos mal: el tercer empeño vuelve por sus fueros e, incluso, es superior en algunos aspectos de escritura y realización. Qué duda cabe que la presencia de una actriz del talento como Olivia Colman es decisiva para que el aparato de relojería funcione con precisión insuperable: pocas actrices podrían salir airosas del reto de encarnar a una mujer con tantos pliegues ocultos como Isabel II, una esfinge ante el público que antepone siempre la imagen pétrea de la Corona aunque sus decisiones lleven a algunos de sus seres queridos a callejones sin salida ("soy firme, fiable y formal"), sobre todo una hermana que quiere tener más protagonismo ("he olvidado cómo sonreír"), o un hijo mayor empujado sin miramientos a una vida de obligaciones y desempeños que aborrece ("tengo una voz", protesta él, "te voy a contar un secreto: nadie quiere oírla", replica ella) y con los tropezones sentimentales en ciernes. La muerte de Churchill, mostrada con emocionante austeridad, corta los cabos políticos del pasado para iniciar un duelo dialéctico extraordinario entre la soberana y el primer ministro laborista Harold Wilson, interpretado por un sobresaliente Jason Watkins. Las iniciales desconfianzas (o temores) de la reina sobre el político dan paso poco a poco a una relación de respeto absoluto sin que Wilson deje de decir nunca lo que piensa. "Es una bendición tener una reina que no se emociona", admite el político: la agridulce realidad del poder. Su escena de despedida, con Wilson gravemente enfermo, pone los pelos de punta.

Se beneficia esta tercera temporada de los argumentos que le proporciona la Historia. No se pretende una fidelidad exhaustiva a los hechos: hay licencias dramáticas evidentes en algunos casos, como las derivas del abortado intento de golpe de estado o los atisbos de romance oculto de la monarca con trasfondo hípico o los giros cómicos de la visita de la princesa Margarita a la Casa Blanca para intentar arrancar un crédito salvador. Hay material de sobra para que los capítulos pasen de una intriga palaciega con ribetes de espionaje a los entresijos de alcoba con su marido (los guionistas le satirizan en sus luchas por ganar más dinero y luego le calman mostrando un lado más... intelectual), intercalando la sorprendente irrupción de la madre religiosa del Príncipe de Edimburgo o el impresionante episodio del accidente minero en el que perdieron la vida muchos niños y en el que la reina demuestra su acorazado talento para sepultar sus emociones. Salvo el pequeño bajón del soso capítulo dedicado a los astronautas, The Crown vuelve a reinar.