No recuerdo bien en qué momento se montaba el Nacimiento en casa de mi abuela; debía de ser muy pocos días antes de la Nochebuena. Pero sí recuerdo con precisión el día de su desarmado: el 2 de febrero, día de la Candelaria. «El día en que termina la cuarentena de la Virgen», sentenciaba la matriarca, cariñosa a la vez que inflexible, ante la extrañeza mostrada por sus nietos. Y es que la visión de los camellos cruzando un arroyo de papel de orillo mientras la primera hoja del calendario estaba a punto de caer generaba un cierto desconcierto en nosotros, amenazando toda la magia acumulada durante las fechas previas en aquella pequeña escenografía.

Mi abuela hace ya mucho tiempo que nos dejó, pero nos legó -entre otras muchas cosas- un argumento que esgrimir hoy ante quienes pudieran acusarnos de dejadez por no desmontar el belén inmediatamente después de Reyes. Y es que los nacimientos se desinstalan en la actualidad con una eficacia relampagueante, que nada tiene que envidiar a la desplegada por el señor Lobo de Pulp Fiction en despejar el escenario de un crimen. En muchos casos de nuestro entorno, el día 6 por la tarde ya no queda rastro alguno. Es comprensible. Convengamos que la Navidad, como todo en esta vida, está bien en dosis moderadas; cuando se acerca la cabalgata, algo en nuestro interior acaricia la idea de volver a la rutina.

Por cierto, siempre me pregunté si esta costumbre era exclusiva de mi familia o se trataba de una tradición con cierto arraigo. Veo que, al menos, nuestro Ayuntamiento también invoca la autoridad de mi abuela, frustrando nuestro anhelo de retomar la normalidad. Al menos en lo que a calle Larios se refiere, claro. Ay, bendita rutina.