El gran Bertrand Russell nos lo dejó escrito en 1949 en Individual and Social Ethics, una de sus obras maestras: «Sin moralidad cívica las comunidades humanas perecen; y sin la existencia de una moralidad personal su supervivencia no tiene valor».

Palabras con ecos de bronces antiguos que recordé durante aquel atronador e inquietante silencio. El que cayó como una losa fúnebre en el patio de butacas del Congreso el pasado 7 de enero. La diputada de Coalición Canaria, Ana Oramas, acababa de terminar su intervención, pidiendo disculpas a su partido por haber tenido que cambiar el sentido de su voto, por lealtad a sus votantes. La ejemplaridad de aquel «no» diamantino a la investidura de Pedro Sánchez fue kantiana. Durante unos segundos pensé que me encontraba en el Westminster de la época de Winston Churchill o en el Riksdag sueco. Esperé un auténtico tsunami de aplausos. Pero éstos nunca llegaron.

Lo contó mucho mejor que yo el maestro Antonio Soler en su columna magistral del jueves 9 de enero. En la página 25 del diario decano de Málaga y en los demás periódicos del grupo Vocento: «Ana Oramas se subió a la tribuna de oradores y reivindicó otros modos, otra dignidad y otra España. Quizás por eso nadie le aplaudió».

El pasado 31 de agosto publiqué un artículo sobre Canarias - 'Colapso medioambiental' - en estas muy queridas páginas de La Opinión de Málaga. Me referí a los brutales incendios que estaban calcinando lugares mágicos, como los pinares del Parque Natural de Tamadaba, uno de los grandes tesoros de Gran Canaria. Me dolía esa catástrofe como algo muy cercano. Como admitía en mi texto, «confieso que si no existiera nuestra Andalucía, sin duda este servidor de ustedes viviría hoy en Canarias».

No fue muy prolongada en el tiempo mi estancia profesional en las Islas Afortunadas. Eso sí: fue tan grata como enriquecedora. En 1994 tuve el privilegio de trabajar en uno de los grandes hoteles del sur de Gran Canaria, ya muy cerca del faro y de las dunas doradas de Maspalomas. En aquel hotel, en el palmeral que lo rodeaba, se levantaba un restaurante que ya es leyenda, Orangerie. Allí se posó (fue en la guía de 1995) la primera estrella Michelin de la historia de las islas.

No conozco a la señora Oramas. Aunque admito que en los últimos años he seguido con interés su trayectoria política, impresionado por la solidez de sus principios éticos. Lo que quizás, por no ser habitual, me produce un reconfortante sentimiento de admiración. Al que se une ahora el agradecimiento por algo muy importante: gracias a ella, aquel suntuoso espacio de nobles butacas en la Carrera de San Jerónimo pudo conocer durante unos breves minutos el sabor de la gloria.