Saltimbanqui, hedonista, mago, león. Mañana me levantaré Fellini. Hacerlo a diario es despertarle a la vida humor, corazón y fantasía. Los tres ingredientes que definen al director, augusto de cabeza y rebelde de espíritu, que dibujaba su imaginación en una pantalla de cine. Siempre lo hizo desde la infancia primera en la que se escapaba de casa para adentrarse en la caverna oscura del Teatro Fulgor y frente a historias en blanco y negro aprender a mezclar la realidad y la ficción como una manera de estar en el mundo. De soñarse a sí mismo un personaje de memoria y deseo con identidades distintas: el joven dibujante que le ofreció al dueño de la sala hacer los retratos de las estrellas cinematográficas para entrar gratis a las proyecciones. El periodista de Il Poppolo, y el guionista que imagina junto a Tulio Pinelli la historia de un humilde empleado que un día descubría que podía volar y saltaba por la ventana agitando los brazos, y con él que firma su primera película en 1950 Luces de variedades. Y Casanova conquistándole a la vida todas sus bellezas, sus desencantos y sus fabulaciones. Una de éstas es que nació un 20 de enero de 1920 en un vagón de primera clase en el trayecto entre Viserba y Riccione. En realidad su llanto al mundo sonó dentro de la lluvia de noche en la casa de sus padres de Viale Dardanelli en Rímini, situada detrás del Gran Hotel que inspiraría algunas escenas de su película Amarcord, y de la que le hubiese gustado salir de joven rumbo a Roma siendo Aristide Bruant, envuelto en una capa negra y con bufanda roja, igual que el cantante y actor de los cabarets de Montmartre retratado por Toulouse-Lautrec.

Es lo que siempre tuvo Federico Fellini, alma de poeta onírico del neorralismo de la noche, de la calle, de la feminidad rotunda, escurridiza y frágil -Anita Ekberg, Anouk Aimée, Giulietta Massina-. También de la fiesta sublimada en su espléndida película La dolce vita, pieza fundamental de la mirada cinematográfica a dicha celebración con maravillosos ejemplos como Picnic de Joshua Logan, Fiesta de Henry King, El guateque de Blake Edwards y La gran belleza de Paolo Sorrentino. Cualquiera que las revise comprobará que todas ellas están contenidas en la modernidad de la película de Fellini, narrada como un collage sutil acerca de un estilo de vida, protagonizado por un periodista desencantado y fatuo en busca de personajes, de una historia y de un sentido de la vida. No envejece esta cinta donde también quedó para siempre inmortalizado Marcelo Mastroianni, el alter ego del cineasta al que el actor siempre le descolgaba el teléfono sobre una película sin preguntarle el papel ni la trama, decidido a descubrirlo todo a través de lo que iba sucediendo en el rodaje, y en sus paseos por los estudios de Cinecittá junto al director, entre silencios, conversaciones y tabaco, entregado y con una actitud sociológica ante las historias que le proponía el tipo del que fue su cómplice. Igual que a él lo consideraba Fellini un amigo de los que sólo existen en las novelas de los ingleses, y a quién apodaba Snaporaz. Juntos rodaron cinco fabulosas películas, además de la citada, Ocho y medio y La ciudad de las mujeres -en ambas Mastroniani encarnó el alma del realizador y sus obsesiones-, Ginger y Fred, la última, y Roma, la película con la que Fellini volvió a crearle un poema de amor a una de sus pasiones: la ciudad. La misma que ya había convertido en una pieza de arte con su guion de Roma, cittá aperta dirigida por Roberto Rossellini, acerca de la Resistencia durante la ocupación nazi, y con la espléndida actriz Anna Magnani.

Nada que ver ésta, excepto el territorio como personaje, con la Roma de los Césares, la de los Papas y la proclamada por Mussolini como Tercera Roma en las que el mago de Cinecittá recrea un paseo personal y biográfico del personaje interpretado por Alvaro Vitali engarzando la memoria y el documental entre los sueños, la magia y la realidad desnuda, con la música de Nino Rota convertida en el latido de la historia, y una exquisita fotografía de Giuseppe Rotunno. Muchas son las escenas fantásticas de la película, como el desfile de moda eclesiástica, la recreación de los prostíbulos, el atasco en la autopista A90, por la que corre un caballo blanco adelantando a los vehículos en una hilera ahogada en el cuello de botella de entrada a Roma, las fábricas convertidas en amasijo de cemento y hierro, o el paseo por el interior de los palacios de una opulencia ajada de las familias venidas a menos. Itinerarios y escenas narradas con un lirismo que enhebra la sátira, la nostalgia y lo truculento, y a las que Sorrentino le rinde homenaje en su Gran Belleza. Roma presente igualmente en Los inútiles y en El jeque blanco, repleta de personajes cómicos, familiares y enigmáticos en permanente metamorfosis. Una ciudad con su arquitectura, sus estatuas, sus olores, sus canciones, con platos de pasta, la ropa tendida de lado a lado de la calle, y el fútbol. El escenario en el que confluyó todo el imaginario del adolescente de Rímini intuido en el tierno divertimento de Amarcord y su historia entre vilanos de primavera de la Italia fascista de los años treinta y el joven Titta enamorado como todos sus amigos del trasero de la peluquera Gradisca -maravillosa Magali Nöel, como lo es también la escena del tío loco del chico subido a un árbol reclamando una mujer-.

En todas estas películas Fellini contó una historia -con muchos cuentos dentro en cada uno de sus guiones con Ennio Flaiano- de manera narrativamente libre, sin un final como solución a los conflictos de sus protagonistas, dejándole esa misma libertad a la interpretación del espectador -es una de las cosas que me gusta de este grande del cine que mesclaba en cóctel lo sensible y lo barroco-. Pero también en todas creó una postal a enmarcar a modo de epifanía poética y a la vez existencial como la lágrima de Zampanò en la playa al final de La strada; el baño de Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en la Fontana di Trevi en La dolce vita; el misterioso y festivo círculo de creatividad artística que culmina Ocho y medio cuando el director Guido Anselmi decide que su película tiene que terminar porque no tiene más que decir; en esa misma película la de la mujer descalza y desgreñada que vive sola en las afueras y ejecuta una rumba sensual que encanta a los niños, quienes le dan unas cuantas monedas para que baile; la inolvidable aparición del elegante y fantasmagórico trasatlántico Rex en Amarcord; el vals de Casanova con una muñeca de madera sobre una helada laguna veneciana. No sabemos si esa fantasía se la confesó el seductor cuando consultó Fellini a un médium para entrar en contacto con su espíritu.

No hay película suya que no merezca un estudio acerca de su riqueza onírica, del erotismo lúdico, de los matices de su estilo bufonesco en su estilo de trazar extravagantes personajes bajo cuya caricatura palpita el alma humana, y por supuesto el lirismo de la magia con la que coronó sus historias con espléndidos títulos, y entre las que tengo en buena memoria Giuletta de los espíritus, uno de sus cinco Óscar, además de Y la nave va con la surrealista travesía para arrojar al mar las cenizas de la cantante de ópera, Edmea Tetua, y los diferentes sucesos que irán viviendo como el rescate de náufragos serbios, la presencia de un rinoceronte y el ataque de un acorazado austrohúngaro. Una película experimental, arriesgada y sumamente estimulante para el espectador que definió toda la esencia del director que concibió el cine como una prestidigitación del divertimento, de la amargura y de los sueños para crear un hermoso espectáculo. Su memoria pertenece a una edad dorada del cine italiano gracias a su generación de talentos como Rossellini, los Hermanos Taviani, Marco Bellocchio, Luigi Comencini y Pasolini.

Muchos serán los actos del centenario del director cuyo nombre lleva desde su muerte el Estudio 5 de Cinecittà. El más importante será el homenaje de la Mostra de Venecia donde se proyectará la versión restaurada de El jeque blanco, y el documental Fellini fine mai (Fellini nunca termina) con el que Eugenio Cappuccio homenajeara al maestro de maestros del que conocimos hace dos años su Libro de los sueños abierto en una sala del Círculo de Bellas Artes, y entre ellos sus encuentros visionarios con Picasso expuestos en el Museo Picasso Málaga. También la Filmoteca de Madrid recorrerá su trayectoria como director y guionista en un ciclo, e inaugurará una exposición de litografías de David inspiradas en Ocho y medio. De muchas más celebraciones en recuerdo del director que nunca quiso ser monumento alguno del cine, porque en ellas se posan las palomas y ya se sabe, la mejor es volver a disfrutar de sus películas. Una excelente forma de ponerle al neorrealismo gris de la vida un poco de imaginación Fellini, al dente.