Oriundo de Bulgaria, aunque ahora resida en Viena, el politólogo búlgaro Ivan Krastev está en condiciones de entender mejor que nadie las esperanzas frustradas de los ciudadanos del antiguo bloque comunista, algo que explica muchas veces el resurgir allí de ciertos populismos.

Tras la caída del muro de Berlín, tanto exdisidentes como antiguos comunistas pasaron a creer que el fin de la historia no era ya, como les habían contado, el comunismo, sino el capitalismo que tenían ante sus ojos, con lo que la propia historia perdía a partir de ese momento todo sentido.

Para Krastev (1), el fin de la historia, sobre el que teorizó el economista estadounidense Francis Fukuyama, significa que la nuestra es una época de mera «imitación»: «La guerra fría representó el enfrentamiento de dos visiones concurrentes de la historia; universalistas, ambas, y con raíces en la Ilustración europea».

En la fase en la que nos encontramos se trata sólo de ‘imitar’ a las instituciones occidentales, el modo de vida, los deseos de Occidente. No hay otro modelo, explica el politólogo, quien añade que «la relación entre quien imita y el imitado es conflictiva: se le ama y odia a la vez; se le envidia y desprecia».

Pero, dice Krastev, hay otro aspecto aún «más dramático» de ese proceso, que «modifica radicalmente la idea de futuro. Futuro que no pertenece ya a un orden temporal sino espacial. El futuro está allende la frontera. Si eres polaco y quieres vivir como un alemán, te vas a Alemania en lugar de tratar de cambiar tu propio país».

Eso vale también a fortiori para los africanos. El fenómeno migratorio es la revolución de este nuevo siglo, aunque se trata, señala el búlgaro, de una revolución «individual, que no necesita de ninguna ideología».

Según un sondeo efectuado hace diez años, los nigerianos se consideraban en general tan felices como pudieran serlo los alemanes, pero hoy ya no es así. Se sienten mucho más desgraciados. Y esto se debe sobre todo a que gracias a la TV y a internet pueden ver cómo viven los europeos.

Las migraciones las hacen los individuos. No puede hablarse de un ‘fenómeno organizado’, por lo que no es nada que quepa negociar. Ni siquiera es posible el uso de la violencia, dice Krastev, porque «emplear armas contra personas sería negar los principios básicos de Occidente».

Preguntado por el divorcio entre poder y política, sobre el que teorizó el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman, Krastev afirma que «el populismo, ya sea de derechas o de izquierdas, es la afirmación de la primacía de la política».

Fenómenos como el griego de Syriza o el español de Podemos representaron otras tantas respuestas al mensaje de las elites en el sentido de que no había nada que hacer porque quien decide es siempre el mercado.

Pero si los propios políticos reconocen que no pueden hacer nada, ¿para qué votarlos? «La idea de la honestidad de los políticos era y es tremendamente cínica. Decidles a los ciudadanos: votadnos justamente porque no tenemos soluciones».

«Los populistas de izquierdas dijeron en cambio: ‘Sí se puede’. La política cuenta. Vuestro voto hará que cambien las cosas», argumenta Krastev, según lo cual algo parecido vale para el populismo de derechas en lo que afecta a la inmigración.

Los partidos tradicionales dijeron también no poder hacer nada para impedir que siguieran llegando inmigrantes a las costas europeas, a lo que los populistas de derechas contestaron que ellos sí podían hacer algo. «Da igual que fuese o no verdad: significaba el retorno de la política», explica el búlgaro.

Porque política, dice, es poder «elegir a gobiernos que marquen la diferencia: tanto para el bien como para el mal. Podemos criticar a los populistas cuanto queramos, pero, gracias a ellos, se ha podido volver a hablar de política».

Krastev sostiene que en el enfrentamiento entre los dos populismos, el de derechas y el de izquierdas, siempre tiene las de ganar el primero: «Hablamos de símbolos, y es más fácil cerrar el paso a dos embarcaciones con migrantes que garantizar la renta garantizada de ciudadanía».

A diferencia de lo que ocurría en el pasado, sostiene aquél, la competencia hoy no es ya por quién domina el futuro, sino que se trata más bien de demostrar quién es la principal víctima. Y esto es, a fin de cuentas, «un arma en manos de las derechas populistas».

En EEUU, por ejemplo, grupos que eran antes mayoritarios, como el de los trabajadores blancos, «tienen miedo a convertirse en minorías, e imitan la forma de actuar de las minorías oprimidas. Y de esos temores nace la teoría de la sustitución étnica o la obsesión identitaria».

«La ironía de la historia es que Europa trate de defenderse empleando el imaginario de las víctimas de su propio colonialismo», como ocurre con el francés Renaud Camus, máximo teórico de la sustitución étnica, que tiene como héroes a los militantes del Frente de Liberación Nacional, el movimiento independentista argelino contra los franceses».

(1) En declaraciones al semanario italiano ‘L’Espresso’