Cada vez hay más debates abiertos. Parece que hemos cogido la costumbre de no cerrar ninguno mientras vamos añadiendo nuevos sin reparo todos los días. Medianos, pequeños y grandes. Innecesarios y vitales. Para todos los gustos y de todos los colores. Y es que cada cosa que ocurre adquiere de pronto su forma de polémica. Sin ni siquiera esfuerzo. Cualquier noticia al rato se convierte en un lío. Y ya hasta es eso la noticia misma: lo que suscita y provoca .Y es que ya nada sucede sin más, sin vínculos ni consecuencias, todo está intrincado de tal modo que basta con mover una cosa para que salten todas en contra.

Entre tanto por discutir uno acaba perdiendo la perspectiva y empieza a confundir lo íntegro con lo irrelevante, lo incierto con las verdades, lo que corre prisa con lo que nos acelera, y se vuelve difícil centrarnos en lo que realmente nos concierne. Que eso sería un nuevo e interesante debate pendiente. Averiguar lo que nos atañe, y entender -sobre todo- lo que no es asunto nuestro. Pero para eso nunca hay tiempo, aunque nos librara de gran parte dedicárselo. A veces el pez se muerde la cola porque quiere. O porque no sabe hacer otra cosa.

En este ambiente de debate permanente en el que todo se discute al por menor y al por mayor, en grandes grupos o en petit comité, ha encontrado su mejor camuflaje lo indiscutible que ya pasa desapercibido y parece un tema más sobre la mesa. Y así andamos ahora, aclarando temas que ya estaban claros, defendiendo causas que nadie debería estar atacando o intentando que no nos quite la razón lo irracional.

No sería mala idea establecer un pin de seguridad para los temas cerrados. Una clave que impidiera abrir temas ya resueltos y que evitara que tan fácilmente nos pusiéramos de nuevo a discutir sobre ellos.