Son uno de los últimos viajeros e invitados por un tiempo, el pintor austríaco Gustav Klimt y su sempiterno beso, la ciudad saborea un roce en sus labios salados y dorados de cine que nos acoge en un reencuentro con la propia mirada de esta urbe, quien se contempla a sí misma, sin pretensiones, como siempre. Es ella historia, literatura, música, teatro, cine... sin atisbo de presunción; sin la menor duda de su sustantividad.

Entreverada por las imágenes de su identidad honda, compleja y creativa; doliente y alegre; cofrade y carnavalera; fría en estos días y afectuosa en el transcurso de la vida, Málaga -tras pasear de la mano con el lunes más triste y gélido del año - se entrega, bajo su inusual capa de fieltro aterido, a concentrar todos sus guiños al mundo para proyectar y distinguir a un cine español que, a quien le pese, tiene muy bien ganado una trayectoria de validez, aptitud y vigencia tras una memoria fértil, la cual descansa esta semana al abrigo de la calidez de esta capital, donde cada rincón se conforma en un escenario y cada diálogo oído en sus calles se transcribe en un guion irrepetible. Palabras de personajes únicos, los cuales hacen de este lugar un proscenio tan singular.

La ciudad, entre la cromática plomiza de un cielo receloso pero acogedor, con sus esquinas desdobladas de voces inquietas, nos invita estos días a experimentar una realidad inmersiva -herramienta que permite sumergirse físicamente en un entorno para interactuar de forma natural con un mundo de experiencias vivas y realistas-. Málaga vive los Goya en primera persona.

Málaga no cuenta su pasado, lo contiene como en las líneas de la mano, escrito en su propia piel, en las rejas de sus ventanas, en el barandal de sus escaleras; Málaga se convierte en la que da la respuesta a una de tus preguntas. Bienvenido, maestro Goya.