Demostración palpable de que soy un 'parvenù' del columnismo es que no tenga ni hecha ni publicada pieza alguna sobre Fitur. Ni en la nevera. Ni por si acaso. Fitur me suena a años ochenta, a Adolfo Domínguez, su arruga bella y a concejales disfrutando por primera vez de la lisonjera vida muelle de las cinco estrellas a cuenta de otro. Sé que es una visión limitada, parcial y posiblemente injusta, y no sé si la crisis aquella, de la que no tengo claro que hayamos salido, ahormó gastos y actitudes, y ahora consejeros, asesores, adheridos, gestores, alcaldes y concejales, masculinos y femeninos en plural, cohabitan en la clase turista, contorsionan en el 'low cost' y comparten menú ejecutivo o ejecutado. Estupendo en tal caso.

El turismo me parece un gran invento, posiblemente porque como malagueño sé cuanto bueno hicieron esos turistas de los años 60 en la Costa, no sólo dejando divisas, sino también ventanas abiertas, para asomar y para escaparse. Seguro que también ha dejado sus sombras, pero creo que más llevaderas que un Polo Químico, Altos Hornos o montañas de carbón.

Por mucho que haya quien se obstine en hacer pasar el turismo como el quinto jinete del Apocalipsis (o el sexto, o el séptimo, qué sé yo la cantidad de cosas que van a acabar con nosotros y nuestra 'nostridad'), sigue siendo actividad deseada, que nos hace a todos buscadores y ofertantes de destinos, vuelos y cobijos, cerca y lejos; que nos emboba viendo japonesismos o disfrutando con otros lo que más queremos de nuestra ciudad, de nuestra provincia, de nuestro campo o de nuestra playa. Todo ha cambiado tanto en tantas cosas que la forma de relacionarnos con los viajes no iba a ser menos. Ojalá un turismo que nos quiera más y a la recíproca. Ojalá un Fitur de invitar y compartir, de dar y recibir tanto bueno aquí y allí.