«Estado de obras» es un concepto acuñado en el desarrollismo, pero sigue vivo. Consiste en gastar el dinero público en obras, equipamientos nuevos, cambios de la carcasa, el hardware, la envoltura. Aunque en el pasado, cuando no había nada, estaba justificado, hoy es asunto de pereza mental, pues reformar servicios o dotarlos mejor para optimizar su eficiencia (en educación, sanidad, justicia, lo que sea) exige mucho más tiempo y obliga a enterarse. Pero es también astucia política, pues una reforma de fondo tarda más en notarse y no se le puede poner firma (la famosa placa). Lo peor del vicio son sus consecuencias: distrae recursos para mantenimiento de lo que tenemos y tapa los problemas reales, que casi siempre son de organización y de asignación de recursos. Uno pensaba que con la crisis se habrían acabado los obristas, pero, a falta de talento, rebrotan como hongos.