En el cuadragésimo aniversario de «London Calling», la obra cumbre de The Clash, ha vuelto a hablarse de cuando murió el rock. Hay quienes sostienen que el óbito se produjo entre la publicación del mejor álbum del grupo británico, el 14 de diciembre de 1979, y el 17 de octubre de 1980, mes del lanzamiento de «The River», de Bruce Springsteen. Entre medias, en febrero, vio la luz «End of the Century», fruto de la colaboración de los Ramones con Phil Spector, que aporta un guiño sentimental y un título que predice el final de una época. Digamos que fue una muerte lenta, incluso para los que aseguraban que el rock ya había empezado a pudrirse mucho antes por el agotamiento del baby boom y la falta de captación de nuevos talentos capaces de interpretar el verdadero significado de aquella vertiginosa danza de tres compases, compendio de todas las formas de arte occidental. Hay algunos factores materiales más, la desindustrialización y el fin de los sistemas de clases, la subida del precio del petróleo, los días contados del vinilo y el single, y la llegada del CD. En cualquier caso, ambos discos, «London Calling» y «The River», encierran las virtudes clásicas del género: frescura y vitalidad. Hoy en día siguen sonando intemporales: lo mejor que le ha pasado al rock que murió joven es no haber envejecido como sucede con otras expresiones artísticas. Nadie lo puede explicar mejor que hizo el desaparecido guitarrista Joe Strummer. «Hay algo muy positivo en el hecho de llegar, poner tu granito de arena y largarte. Me complace sobremanera». O su compañero Paul Simonon en una autobiografía que acaba de ver la luz: «Si pudiera repetirlo no cambiaría nada. Me parece bien como está. Hicimos nuestro trabajo, esa es la historia, hemos desaparecido y se acabó». Me siento un privilegiado por haberlo visto.