En la mesa de enfrente, dos amigos hablan. Algo me llama la atención, pero no sé qué es. Uno dice una frase, el otro reacciona. Se echa hacia atrás y le da la réplica, el primero se tapa la cara y reformula su argumento. Parece que hay consenso. Ríen, conversan. Hay algo que no me cuadra. Me doy cuenta al cabo de un rato. Están hablando. Sí, conversando. Ver a dos chavales charlar sin un móvil sobre la mesa que interfiera constantemente es, casi, una leyenda. La vida sucede mientras nosotros andamos enganchados a la pantalla del celular.

Él está aburrido. Pasa muchas horas en la oficina y, cada noche, antes de quedarse dormido, le invade la sensación de que la vida le está dando esquinazo. Otro día más, otro día menos. La rutina es como un peso sobre el cogote. Lo único que quiere es que sus hijos no le den mucha murga, que su mujer esté de buen humor, tumbarse en el sofá y zapear. Observar la vida de los otros es un pequeño placer, aunque efímero. Nada le acaba de enganchar. En una mano el mando, en la otra el teléfono. Su pulgar pasa de aplicación en aplicación. Entra en redes, sale, refresca el correo y, harto, comienza a revisar las fotos de los contactos de WhatsApp. Vaya, vaya. Algo llama su atención, por fin. Su excompañera de trabajo se ha cambiado el peinado. Siempre le ha parecido resultona, simpática y, si no recuerda mal, separada. Él mira de reojo a su pareja, que también está inmersa en su particular universo digital, y escribe un mensaje: «Hola, estás guapa en tu foto». Chateando, chateando, sin saber cómo ha llegado hasta aquí y, lo que es peor, sin tener muy claro si eso es lo que realmente quería, lleva un tiempo con una amante. A pesar de todo, sigue hastiado.

Leo que en Estados Unidos un atracador se sube a un tren y saca una pistola. Pega cuatro gritos y dice algo del estilo «Arriba las manos, la bolsa o la vida», pero en versión siglo XXI. Nadie le hace caso porque todos los pasajeros están absortos en la pantalla del teléfono móvil. El caco frustrado se apea y el resto sigue consultando Twitter. Salvando las distancias, eso mismo hace una chica con la que coincido en el gimnasio. Somos varios los que deseamos hacernos con la máquina para trabajar los aductores desde la que ella chatea. Escribe una frase, bebe un sorbo de agua, hace tres ejercicios y responde a su interlocutor. El excesivo apego al móvil nos ha desapegado de las necesidades de los demás. Incluso de las familiares.

Mami y papi están de celebración. No se cumplen 25 años de casados cada día y hoy van a rendirse un homenaje disfrutando de una caldereta de langosta junto a su hijo adolescente. Mientras pican unos calamares rebozados y unas aceitunas, el chaval remuga. Al parecer tenía un plan alternativo mucho más sexi que ir a comer y a brindar con sus padres. El chico decide demostrar su desdén agarrando el móvil y zambulléndose en sus múltiples aplicaciones. La imagen, a pesar de ser actual, es extraña. Dos personas celebran la vida y un tercero se aísla en su burbuja del Clash Royale.

A todos los que prestan atención sin interferencias, gracias.