Elgar le pedía a las orquestas que tocaran como quien oye un río. El sentimiento pastoril es la auténtica inspiración de la música británica. Eso o las cornamusas y tambores de la guerra. No hay termino medio. Los eurodiputados del Reino Unido entonaron en Bruselas una vieja y emotiva canción escocesa de despedida, Auld Lang Syne que es el contrapunto de la salmodia mendaz del Brexit. Von der Leyden dijo aparentemente conmovida: «Os querremos siempre». El caso es que el continente pronto volverá a estar aislado. Pero no por la niebla del Canal como tituló en su día el Daily Mail en su portada. Sino por una proverbial distancia física y mental. No es la primera vez que sucede.

Tuvieron que pasar más de 8.500 años y que entrase en funcionamiento el túnel en la Mancha desde el día en que las aguas en ascenso de los hielos derretidos del mar del Norte rompieran el puente de caliza que unía Dover con Calais. El euroescepticismo ha sido una corriente de pensamiento constante en la política de Londres. Y cuando no, la desconfianza. En 1957, Westminster envió a la firma del Tratado de Roma a un funcionario de comercio de rango intermedio, ni siquiera se le ocurrió la cortesía de mover a un secretario de Estado. Su intención era observar, no unirse. Harold McMillan reconocería más tarde el error y pediría en 1961 la entrada. Entonces, fue Charles de Gaulle, un viejo aliado, el que desconfió de los británicos y los tuvo espererando doce años. Ahora el volantazo patriotero del Brexit hace necesaria, como en el lema comercial de Barbour, la prestigiosa marca asociada al countriy life, la mejor ropa inglesa para el peor tiempo inglés.