Es de sobra conocida mi fascinación por el mundo asiático: su uña del meñique en plan navaja suiza, la pasión de sus niños por atascarse en oquedades imposibles, su feroz comunismo envidia del más capitalista, su sempiterna mirada como dándole siempre el sol de frente, sus sonrisas sospechosas, etc. Así que este fin de semana aproveché para ver en Cuatro la enésima reposición de Callejeros Viajeros Pekín y Hong Kong. Un cachondo el programador de la cadena, con la que está cayendo. Aunque puestos a ser valientes podían haber emitido '28 días después', la magnífica cinta de Danny Boyle sobre virus, demás patógenos contagiosos y países arrasados. Nada como una buena ración de pústulas supurantes e infecciones incurables para la sobremesa del domingo. Así, en familia, antes de las pastitas inglesas de la lata costurero. ¿Le está gustando cómo esa bacteria devora los intestinos de la protagonista, abuela?

China siempre ha suscitado desconfianza en el resto del mundo. Y no me extraña. Una cultura milenaria que mezcla leyenda, opacidad y bambú en la sopa no puede traer nada bueno. Ese afán por esconder la realidad de un gigante que ya no duerme implica una sumisión total de su población, pensamiento único, y todos empujando en una sola dirección. El Dr. Cavadas ha sido claro esta semana: el tradicional secretismo chino debe hacernos pensar que si el gobierno reconoce 100 infestados por el coronavirus, tenemos que multiplicar esa cantidad por diez o por cien, porque sólo enseñan al mundo lo que ellos quieren. Como Rusia, pero sin Bentleys de oro y con olor a polígono industrial. En cambio, los españoles somos mediterráneos, impulsivos, transparentes, nos corre magma volcánico por las venas, y pecamos de acogedores. Tanto, que somos capaces de invitar al equipo de fútbol de Wuhan en plena epidemia mundial para que entrene en nuestras instalaciones y propague sus miasmas por los cascos antiguos y paseos marítimos como quien siembra arrozales. Pomos, botones de ascensor, pestillos, cubiertos, vajillas, manivelas, todos me parecen ahora armas de destrucción masiva, instrumentos al servicio del mal biológico. Pues desde aquí exijo que todos los alcaldes y concejales se hagan la foto de rigor besando y comiéndole las babas a los futbolistas para demostrar que no hay riesgo alguno de contaminación. Como Fraga en Palomares, versión lengüetazo al rollito de primavera.

Aún falta mucho para Halloween, pero ya se han agotado los disfraces de chino en chándal. Y es que somos así: aprensivos, previsores, temerosos, escrupulosos. Los woks están vacíos, han caído en picado los pedidos a Ali Express, no quedan mascarillas en las farmacias, y los tiburones campan a sus anchas luciendo aleta con orgullo. Peor lo llevan las serpientes, los murciélagos, los patos negros, las tortugas, los perros y las ratas. Manjares de mercado, delicatessen ancestral. Con una buena pandemia se abre la veda para las fake news y los adoradores de las conspiraciones clandestinas, campo abonado para actualizar teorías sobre organizaciones que operan en la sombra y manipulan el orbe geopolítico a su antojo. Yo no se si será verdad, pero hace un mes que le veo mala cara a Raymond Reddington, y eso sí que me acojona. Abuela, tómese otro chupito de licor de lagarto, que de algo hay que morir.