Fue Borges quien dijo "A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos". En mi realidad, esas simetrías, esos anacronismos tenían cuerpo de coincidencia y melena rubia del norte de Europa. De la cafetería fuimos a la calle Larios porque las estudiantes querían ver "las luces de Navidad". En Navidad todas las ciudades se iluminan, es el culmen de esta sociedad hipócrita en la que vivimos. Han convertido una fiesta religiosa en otro evento consumista. No soy cristiano ni protestante así que no tengo motivos para quejarme. Más allá del colapso que producen los cientos de personas que se agolpan para ver, a través de sus móviles, un espectáculo fatuo y carente de originalidad. Mariah Carey cantando "All I want for Christmas is you" tiene más de 600 millones de reproducciones en Spotify. ¿Es necesario escucharlo una vez más? Sí, si la tararea una rubia de uno setenta mientras te mira a los ojos. Nunca he sabido decir que no.

De allí fuimos a El carpintero. La rubia era holandesa o alemana, no presté mucha atención, y estaba en Málaga para aprender español. Sus amigas también. Vivían al otro lado del río y eran un público muy agradecido. Fede les contó que era poeta, recitó unos versos de García Lorca y todas aplaudieron. La rubia, con una pericia erótica que hizo temblar la ye en sus labios, me preguntó "¿Y tú, Mayo?".

La camarera sirvió las seis cervezas y dejó un plato con aceitunas sobre la mesa.

—¿Qué tal, Mari? —dije.

—Pues ya ves —bufó señalando las mesas llenas—. Y estamos a lunes.

—No te quejarás de que vaya bien el negocio.

—Si fuera mío... —y dejó las palabras en el aire, como si ya estuviera todo dicho.

La holandesa (o alemana) no se enteraba de nada. Había conseguido explicarle que trabajaba en una librería y que acababa de publicar mi primera novela, cuando sonó mi teléfono. Era Aura, mi pareja. Solía llamarme al acabar el turno en la cafetería, mientras se dirigía a dar sus clases de flamenco para guiris. Silencié la llamada y le envié un mensaje: Ahora no puedo. Y continué mi conversación con la estudiante de español mientras mi amigo el poeta seguía haciendo de Lorca. Todos nos divertíamos. Nadie estaba haciendo nada malo. Volvió a sonar mi teléfono. ¿Aura otra vez? Lo saqué con desgana. En la pantalla aparecía otro nombre: Manuel Casero. Me levanté y caminé en sentido contrario al ruido que llenaba la calle. Temía aquella conversación antes de iniciarla.

—¿Qué tal Manuel? —dije.

—Jodido, hijo, muy jodido. El médico dice que es sólo un catarro, pero yo creo que esto es una neumonía. Voy a ir a Urgencias.

—Pues no vaya al Carlos Haya.

Su risa se transformó en una tos complicada, entre cavernosa y líquida.

—No, no te preocupes —dijo cuando recuperó el aire suficiente—. Me llamó la gestora para decirme que se acaba vuestro contrato. ¿Vosotros queréis seguir en el piso?

—¡Claro! No nos habíamos dado cuenta de que terminaba el contrato —mentí.

—Pues mucho mejor. Ya sabes que yo los pisos no los quiero para hacerme rico, pero con lo que me ha quedado de pensión, pues no llega. La gestora me ha dicho cómo están los alquileres ahí, en la zona que vosotros vivís, pero yo le he dicho que eso es una barbaridad, que sois una pareja muy responsable y que pagáis todos los meses religiosamente.

—Gracias, Manuel, sabe que nosotros...

—Nada nada, hijo. La gestora quería que os subiera 500, pero yo le he dicho que eso no puede ser.

—¿500 euros? ¿Al mes?

—Eso me ha dicho. Pero no te preocupes. Yo no os voy a hacer eso. Hay familias y todo que se están quedando en la calle... Claro que yo sólo soy un pobre jubilado, no una ONG. Hijo, lo que no puedo es perder dinero.

—Claro, lo entiendo —dije, aunque en realidad no entendía nada y me molestaba, cada vez más, el tono pseudo-paternal con el que decía "hijo"—. ¿Y cuánto había pensado?

—800. Por ser vosotros.

—¿800 euros? ¿Al mes? —repetí—. Eso es el doble de lo que pagamos ahora.

—La gestora dice que en vuestra zona hay apartamentos mucho peores por más dinero. Dice que con los bienbí esos, ¡el barrio está de moda!

—Sí, bueno, no sé...

—Nada nada, no hace falta que me contestes ahora. Háblalo con tu novia y me decís algo mañana o pasado —Su tos reapareció con violencia—. Bueno, hijo, dale recuerdos a Aura de mi parte.

Colgué. Claro que sabíamos que el contrato vencía en breve. Incluso habíamos buscado otros pisos por la zona. Pero lo que habíamos descubierto era que el panorama era aterrador: agujeros de 25 metros cuadrados por los que pedían lo mismo que pagábamos nosotros. Un alquiler que alcanzábamos a cubrir con mi media jornada en la librería. El sueldo de Aura, el pico de sus clases y de mis talleres era lo que nos quedaba para sobrevivir. Ahorrar es un verbo que nuestra generación todavía no ha llegado a experimentar. Si nos subía la renta a esa cantidad, ¿con qué pagaríamos el resto de los gastos? Hasta los escritores y las bailarinas pluriempleados tenemos el vicio de comer todos los días.

Cabreado, volví con el grupo. Me bebí lo que me restaba de cerveza y le pedí permiso a la alemana (o holandesa) para hacer lo mismo con su vaso. Asintió. Tragué aquel líquido tibio. El poeta me preguntó "¿Todo bien?". Lancé una mirada felina a la estudiante de español y acaricié su mejilla. Ella me sonrió, yo acerqué mi boca a sus labios. Sabían a fresa y cerveza. El sabor de la realidad y sus extrañas coincidencias.

  • ¿Quieres que Mayo se enrolle con la estudiante de español?