Había una vez un reino junto al mar donde vivía un soldado muy cobarde, aunque todos pensaban que era muy valiente, ya que cuando divisaba al enemigo corría tantísimo que recorría el mundo entero; de este modo llegaba hasta las espaldas del ejército adversario, que, sorprendido por la maniobra, se rendía.

El soldado, además, no era ni fuerte ni cruel ni estratega; se había criado en una familia de pescadores que, al ver que a su hijo le daban miedo las olas, las sirenas y la inmensidad del mar, decidieron hacer carrera de él como pinche de cocina, de resultas que acabó en la intendencia militar de aquel reino belicoso, hasta que un día, por falta de tropa, le pusieron un uniforme, le dieron un fusil y una bayoneta y le hicieron desfilar, ante la mirada atónita de sus padres. El soldado tuvo pesadillas con eso de matar a otro soldado solo porque hubiera nacido en otro reino, hasta que por fin descubrió la treta de salir corriendo y consiguió dormir tranquilo, pues recorrer despavorido el mundo entero cansa mucho, casi tanto como las fiestas que hacían en su honor, para celebrar su táctica tan astuta como novedosa.

Su general le había dado ya cien medallas y el rey se estaba pensando darle la mano de su hija (bueno, la mano y todo lo demás), porque nadie podía concebir hombre más temerario ni guerrero más aguerrido. La princesa era una mujer de gran carácter, que rechazaba y se burlaba de todos los príncipes que la pretendían; por eso el rey pensaba que ante el Soldado Valiente (¡sí, así le llamaban!) no podría evitar caer enamorada, y él por fin tendría nietos a los que iría a visitar los domingos, y no una hija que de lunes a sábado se reía de todos sus pretendientes y de las barbas de su padre. ¿Qué hacía la princesa los domingos? El rey no lo sabía, nunca lo había averiguado; para un día que le dejaba tranquilo€

Un día, el rey se decidió a llamar al soldado. Como no podía desobedecer la orden, el soldado se presentó temblando de miedo y se quedó pasmado ante las riquezas que atesoraba el palacio. Aunque era muy cobarde, cuando vio a la princesa se le olvidaron las riquezas y las batallas y los enemigos y el rey y se dio cuenta de que se había enamorado; la princesa era su alma gemela y al fin la había encontrado. También supo que era imposible que una mujer así se fijara en él y que si de un modo improbable pudiera llegar a hacerlo, cuando le confesara la verdad de su cobardía, la princesa se reiría de él y seguiría con lo que fuera que hacía la princesa cuando no se burlaba de soldados cobardes y de las barbas de su padre. Así que decidió amarla para siempre en silencio: con esa idea, compraría una foto de la princesa y la pondría en su dormitorio, para poder conversar con ella sin que la princesa tuviera que tomarse la molestia de responderle.

En efecto, la princesa contempló al soldado y se encogió de hombros. No era para tanto y, si quería estar con ella, se lo tendría que currar. Puso la mejor de sus sonrisas y con su voz más seductora le dijo al soldado:

-Soldado Valiente, si me respondes a una cosa, me caso contigo: ¿qué hago los domingos cuando no estoy en casa y dejo de reírme de mis pretendientes y de las barbas de mi padre?

El soldado la miró y le dijo:

-Los domingos, bella princesa, echas a correr sin parar, porque tienes miedo de casarte con un príncipe aburrido e interesado que solo quiere tus riquezas. Corres tanto que, sin darte cuenta, das la vuelta al mundo y acabas otra vez en tu bonito palacio lleno de riquezas.

A la princesa se le olvidaron las riquezas y los pretendientes y las barbas de su padre y se dio cuenta de que se había enamorado; el soldado era su alma gemela y al fin la había encontrado.