Lo habrán escuchado alguna vez. Yo se lo oí decir a mi querida y admirada Lola Clavero: un periódico es una novela que nunca termina de hacerse. Y en ese acto de creación conjunta, en ese sueño compartido por la plantilla de una redacción, hay no poco de literatura, aunque muchos periodistas hayan abandonado la exquisitez artística por la atalaya ideológica. Hay quien predica desde el púlpito y quien lo hace desde la columna de un diario. El periodismo, claro está, acoge en su seno vastísimos territorios, desde la noticia desnuda en la que la asepsia, o ausencia total de yo, es la reina; hasta piezas como el reportaje o la crónica literaria o las columnas de opinión que entroncan precisamente con la tradición periodística española más importante, la de los escritores de periódicos: ahí están Camba, González Ruano, Campmany, Umbral o Haro Tecglen, por citar a unos cuantos de los que hicieron de sus columnas el habito diario de miles de personas y la pesadilla o el dolor de cabeza de numerosos políticos que corrían al quiosco a primera hora de la mañana para ver quién o cómo les habían zurrado los columnistas de turno. Reflejo toda esa tradición en el contar el acontecer de los días porque llevo años sumido en la bendita reivindicación de la figura de los escritores de periódico. Recientemente, ha caído en mis manos ‘El Altillo’ (Chiado, 2019), de Jesús Nieto Jurado, columnista y escritor malagueño que hace las américas desde un piso patera de Madrid y cuyos trabajos son acogidos en periódicos de la talla de El Norte de Castilla, El Español, Sur en Málaga y otras cabeceras en las que este enfant terrible de las letras deja buena muestra de su dominio del castellano, de su capacidad para el regate corto o la adjetivación con mala leche y mirada torva que se requiere en estos tiempos convulsos en los que el periodista ha dejado de ser un francotirador para convertirse, él mismo, en víctima de persecuciones políticas si la ideología o la óptica de la columna de turno no son acomodaticias con esos tipos de risa marmórea, pelo perfecto y pocos escrúpulos que ahora rigen nuestros destinos. Nieto Jurado escribe con la mala hostia de la meseta castellana y con el nudo perenne en las tripas que proporcionan las ambiciones literarias desmedidas, que es como tienen que ser las ambiciones, si no pa qué; sigue de cerca los pasos de Umbral o Raúl del Pozo, aunque Nieto Jurado es cada vez más él, de forma que su prosa, que a veces arrulla y a veces navajea, comienza a conquistar ya con solidez sus propias tierras, abriéndose paso en el imaginario colectivo de los lectores de columnas periodísticas, una chusma selecta a la manera de los seguidores de Juan Carlos Aragón, que saben lo que buscan cuando se arriman al calor de la literatura de Nieto Jurado. En ‘El Altillo’, un diario memorialístico en el que el autor registra con mimo lo acaecido en su propia vida desde 2012 a 2019, pueden palparse las frustraciones propias del escribir, la unión del escritor con la naturaleza como forma de redimirse, los años luminosos de Pedregalejo y los lances de la juventud mítica, las decepciones de los premios literarios, la melancolía que todo lo invade cuando la treintena avanza indecorosa y el tiempo es ya una pista de aterrizaje que nos calma con la madurez, la decadencia de los toros y de una forma de entender el país, la dureza del Madrid capitalino, hoy como ayer rompeolas de las Españas y triturador de talentos de provincias, la reivindicación del canalla y lo canallita como forma de estar ante el mundo, amores perdidos, el paseo y el ciclismo como formas de resistencia, las charlas con los amigos, comunicación e incomunicación, libros, escritores y un cierto amargor que nos pone contra las cuerdas con el fin de que podamos reflexionar, con el periodista, sobre el fluir de los días y el ejercicio de contar. Jesús Nieto Jurado teje una joya impresionista sobre el columnismo español que nos regala, a grandes sorbos, una enorme dosis de vida.