Va esta columna por vosotros, hombres y mujeres, niños y niñas, que seguís creyendo en el amor, incluso en días como el de hoy. Contad conmigo para la cabecera de la manifestación en la que se grite que sí, un sí muy grande, que sí seguimos creyendo en él, contra el viento y la marea de la opinión publicada, posiblemente a regañadientes, fiscal de buenas voluntades; esa que afirma que el amor es una construcción social, un saco de estereotipos artificiales, la Línea Maginot del patriarcado. Y os hablo, con pasión y sin reserva, del amor, ese del que soy afiliado de número y cuota; tribuno encantado en capilla de última temporada, por final y definitiva.

Por encima de las exigencias de la amígdala cerebral, de las premuras de las hormonas, y sin conceder demasiado crédito a quienes desdeñan las mariposas en la barriga, los pulsos a ritmo de mambo o el disimula que te está mirando de simples constructos, creo en el amor como aspiración y camino. Y creo en él con la inquebrantable fe de un blasfemo, apartando rosas y espinas. Caeré en su defensa como un Savonarola en la hoguera que encienden los descreídos, esos y esas que miran con mohín y espanto, no pocas veces fingido, la manifestación pública del amor. Arderé sin dejar de repetir que, sin amor, la vida es un procedimiento administrativo, el Reglamento Hipotecario o la composición de un champú anticaspa; cosas sin duda útiles, pero por las que no creo que nadie pueda sentirse áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto o vivo.

Sin disimulo: hay que tirarse a la calle, amar y querer más. Dejar notas escondidas y besos de marinero, en Time Square, o en la Calle Moreti volviendo de tomar un helado. Hay que amarse sin vergüenza, sin red, sin pereza. Mirad: yo lo probé. Y quien lo probó, lo sabe.