La España y la Europa del siglo XVI son los protagonistas de «La España de Carlos V», el impresionante volumen número veinte de la monumental «Historia de España» de Espasa-Calpe. El legado que hicieron posible don Ramón Menéndez Pidal y sus colaboradores. Lo contemplo, en un reciente amanecer de este febrero, cada vez más inquietante. Destaca este libro, entre sus hermanos alineados en las estanterías de la biblioteca, por el grosor de sus 999 páginas. La foto que ilustra la sobrecubierta no podía ser otra: la copia de Rubens del famoso cuadro de Tiziano, dedicado al emperador Carlos I de España y V de Alemania y a su esposa, la emperatriz Isabel de Portugal. Obra, la de Rubens, que se encuentra en la espléndida colección de arte de la Casa de Alba en el Palacio de Liria.

Abro el volumen con la devoción del bibliófilo. Es la quinta edición de 1990, corregida y aumentada. Que lleva la firma de don Manuel Fernández Álvarez. Me siento reconfortado. Por su espléndida realidad física, gracias a un diseño, una impresión y un papel perfectos. Y sobre todo por la nobleza de su contenido y muy especialmente por la amplia Introducción de don Ramón. Confieso que advierto un solo defecto: echo de menos en esta joya de la historiografía española los espacios que deberían haber sido dedicados a la que fuera la tía del emperador Carlos: la Serenísima Doña Catalina de Aragón, reina y también regente de Inglaterra, por su matrimonio con Enrique VIII. Era la hija más joven de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos. Es obvio que Doña Catalina fue una de las mujeres más importantes de la Europa de aquella época. Su corto matrimonio, nunca consumado, con Arthur, el Príncipe de Gales e hijo del rey de Inglaterra, Enrique VII, y su posterior enlace con el hermano del primero, el futuro Enrique VIII, la llevarían al trono. Y a ocuparlo como Regente por la ausencia del rey, su marido, en Francia.

En un país que no era el suyo, durante seis meses desempeñó Doña Catalina las máximas responsabilidades de gobierno de manera ejemplar. Fue una mujer tan fascinante como virtuosa, culta e inteligente. En las adversidades y en la defensa de su dignidad y su honor, fue fuerte y flexible al mismo tiempo. Como un buen acero toledano. Aunque pronto encontró en la persona de su real esposo su calvario. Y al final de su vida, el destierro. Un amargo cáliz que le impuso Enrique VIII, uno de los más amorales sátrapas de todos los tiempos.

Protegía generosamente Doña Catalina a los más eruditos pensadores y sabios del Renacimiento. Como el filósofo y pedagogo valenciano Juan Luis Vives. Gracias al apoyo de la Reina pudo éste escribir y publicar en 1523 su «De Institutione Feminae Christianae», el primero tratado de la historia dedicado íntegramente a reclamar la merecida libertad intelectual de las mujeres. Me permito copiar este párrafo del maestro Vives, dedicado a Doña Catalina de España:

«Os ofrezco, ínclita Reina, este libro de la misma manera que un pintor os obsequiaría con el cuadro en el que apareciera vuestro rostro pintado con un arte exquisito. Igual que en ese cuadro veríais pintado el vivo retrato de vuestra cara, así, en estos libros, distinguiréis la imagen de vuestra alma; el mismo proceder que tuvisteis cuando erais soltera, cuando esposa, cuando viuda y ahora que de nuevo sois esposa (estado en el que pido a Dios que os conserve muchísimos años) en todas las etapas y vicisitudes de vuestra existencia os habéis comportado de tal manera que, hicierais lo que hicierais, habéis llegado a ser el ejemplo de vida más notable para todos los demás. Pero preferís que alaben las virtudes antes que a Vos misma, a pesar de que nadie puede aconsejar las virtudes propias de la mujer sin que, a su vez, os encomie también a Vos».

Hasta un historiador inglés contemporáneo, tan duramente nacionalista y hostil a la España imperial como George Macaulay Trevelyan, reconoció en «A Shortened History of England» que «incluso en Londres, las simpatías del pueblo llano estaban con la inocente y agraviada Catalina y con su hija María. Ana Bolena era impopular. Una amante elevada al matrimonio a expensas de la esposa legítima difícilmente podía ser respetada.»