Ella pensaba, en aquella noche de febrero gregoriano y crepuscular, de Óscar sin premio, que no quería seguir siendo quién no era, no quería mensajes de respuesta, ni pólvora mojada, ni nada. No quería ver el más allá de aquí mismo, ni entender que no había nada que entender, ni saber lo sabido. Ella, justo antes de ponerse otro vídeo de Rosalía en YouTube, no quería preguntarse que pudo haber sido.

Él fingía que quería dormir y solo deseaba soñar. Daba vueltas y vueltas en la cama y en su cabeza, vueltas y vueltas, pensado sobre errores, mensajes y desquites. Un vendaval de ginebra y la lectura entrecortada de Cortázar. Él notaba sus piernas amputadas, colgando de un vacío, por el estallido brutal de una mina antipersona sobre el PDF de un acta de separación. Apud acta.

Ella amasaba lenta y pastosa la desesperanza con la sangre de los silencios y los ruidos, se buscaba en el tiempo ya perdido y no encontraba respuesta. Se culpaba de dejarse todas las luces encendidas y la llave del gas abierta. Se recriminaba la postrera falta de confianza que los había separado.

Él miraba el reloj del móvil, la luz azul, sobre la mesilla, y ya eran las 3.24 y quería olvidarse de quién fue, de lo que hizo y deshizo, del portazo en las narices y el Orfidal. Quería estar solo y volvía a estar con ella. Querría que nunca si hubiera enterado de que le engañó más de una vez, aquella vez, otra vez, y entonces, como un niño, empezó a llorar.

Ella lo puso todo en las manos asépticas de una abogada aséptica, y cítrica y divertida, y sintió que echaba de menos el aroma del cuarto antes de ventilarse, las arrugas de las sábanas, los gemidos de las colchas y su cálido aliento. Ella notó, como del rayo, que había empeñado su corazón de provincias y que tendría que hacerse demasiado tarde.

Él, en paralelo, murmuró aquello de «ahora es demasiado tarde, princesa», y supo que volvería a César Vallejo y que regresaría a la soledad helada del que no desea estar solo. Un disparo, una descarga, un desamparo, la tercera guerra mundial, un relámpago eléctrico y sordo hasta el tuétano que le dejó mudo. Sintió que se arrepentía de todo.

Ella volvió a leer aquel primer mensaje, en la era SMS, hace siglos, y que guardaba en una captura de pantalla: «Me muero por un segundo a tu lado. Se me caen encima todas las horas cuando te echo de menos. ¿Me he enamorado o me he vuelto loca?» Lo volvió a leer, otra vez, y otra.

Él recordaba cómo le pidió el mar, «el final del mar», dijo, y no tuvieron ni orilla. Creyó que podría ser lo que pensó que era, en el inicio, allí, sobre la pasión desbocada, las ganas de amarse, amarrarse, tenerse para siempre, juntos, eternos, felices, así lo vivían entonces, y como se encontró con una rutina de ruina que ella le entregaba, con las manos abiertas, rodeando su cuello, y a punto de asfixiarle.

Ella y él, la historia de un matrimonio, de tantos matrimonios, la misma vida, idéntica historia, las palabras y luego un vacío, como en la peli de Scarlett Johansson, Historia de un Matrimonio, como tantas otras parejas, en un túnel de silencio, navegando a través de canal de Whatsapp sin ningún doble check azul, la misma noche de febrero gregoriano y crepuscular, una noche de Óscar sin premios, y la distancia entre ellos, por siempre, multiplicada por mil.