Hará ya un par de años que desde el Ayuntamiento nos hacían este vaticinio: todo malagueño querría un rascacielos en su barrio. Pasado el tiempo no consta que se haya sustanciado semejante demanda por parte de los ciudadanos, ocupados en otras cuestiones más perentorias y manifestando, al parecer, una negligente carencia de visión de lo que les conviene a ellos y a su ciudad. Pero si no quieres arroz, dos tazas: quienes pensaran que el rascapuertos y las torres de Repsol iban a quedarse en una monstruosa excepción estaban equivocados. Ya lo anunció quien era por aquel entonces concejal de Urbanismo: «Veo una ciudad transformada hacia lo alto» y lo que siguió ha sido una cadena de excepciones que ya no pueden ser calificadas de tales: por citar las más recientes, la estación de autobuses, Muelle de Heredia y quién sabe qué la semana próxima. Es un no parar. Pero, en realidad, la altura en sí misma no es sino un parámetro urbanístico más y, como tal, ni buena ni mala si se la considera aisladamente. Es, en cambio, un factor muy útil dentro de una planificación urbana responsable. Pero, en palabras de nuestro añorado Carlos Hernández Pezzi referidas a esta misma cuestión, «hay que diferenciar entre edificación en altura compacta y densa y el negocio especulativo a base de torres sin ton ni son».

Por cierto que quienes expresan algunas reservas ante semejantes proyectos suelen ser tachados de anti-malagueños. Lo cual no deja de ser pasmoso, ya que quienes los promueven y/o defienden son quienes relativizan (o, en ciertos casos, desprecian abiertamente) los indudables valores de la ciudad real: sus habitantes, su patrimonio natural y edificado y su paisaje urbano.