Algunos advierten de un pánico exagerado, pero los medios dan cada día dan una cifra de nuevos contagiados por el llamado «coronavirus» y habiendo éste salido de un país de millones de ciudadanos como es China hay motivos de preocupación suficientes.

El nuevo virus se propaga a mayor velocidad que el SARS, con el que supuestamente está relacionado, y ya ha matado a más gente que mató aquél en nueve meses. En China, la situación en muchos hospitales es extrema y obliga al personal sanitario a trabajar hasta el límite de sus fuerzas y sus capacidades.

En nuestro país ha acabado por suspenderse el Mobile World Congress barcelonés, la mayor feria de tecnología y telefonía del mundo, por el miedo de muchas empresas participantes al posible contagio de sus empleados. Y todo el mundo habla ya de las enormes pérdidas económicas para la ciudad.

Día tras día da la prensa nuevas cifras de muertos o de gente que presenta los síntomas de ese virus, personas que habían ido a China en viaje de ocio o de negocios, o que se han rozado en cualquier otro lugar del mundo con otras que han pasado algún tiempo en aquel enorme país. De cruceristas sometidos a cuarentena al llegar su barco a algún puerto.

Es la nuestra la época de los viajes. Uno está tentado a añadir: de tantos viajes inútiles que hacemos tantas veces al otro extremo del mundo en busca de algo que podríamos encontrar fácilmente mucho más cerca de casa.

Hay viajes seguramente necesarios, pero son seguramente los menos. La mayoría no tienen ningún sentido y obedecen sobre todo a las añagazas que continuamente nos lanza la publicidad, que no deja de pintarnos falsos y siempre baratos paraísos adonde huir del tedio cotidiano.

Será acaso más exótico, pero pasaremos horas encerrados en un avión para llegar a algún aeropuerto donde encontraremos parecidas tiendas con los mismos artículos que vimos en el de salida. El mundo se ha vuelto, como ya previó en su día Stefan Zweig, cada vez más monótono.

Lo expresaba también el otro día El Roto en una de sus lúcidas viñetas en las que aparecía un avión con la siguiente leyenda entre irónica y premonitoria: «Cuando todos los lugares fueron el mismo, los aviones, desconcertados, se detuvieron en el aire».

Habría que recordar a este respecto al gran pensador francés Blaise Pascal, quien dejó escrito: «Todas las desgracias de los hombres se derivan de una sola cosa: que no saben estar tranquilos en una habitación».

Sigamos, pues, contaminando el planeta, envenenando el aire que respiramos con nuestros vuelos de fin de semana porque es más barato coger una borrachera con nuestros amigos en una ciudad distinta de aquella donde vivimos o porque queremos hacernos un estúpido selfie con el que presumir ante nuestros compañeros de trabajo.

¿Nos imaginamos acaso lo que puede ser el mundo cuando millones de chinos o de indios hagan, con igual derecho que nosotros, exactamente lo mismo - en realidad ya han empezado - y vayan de un lado para otro para hacerse también sus selfies ante cualquier cosa?

Es como si la naturaleza nos hubiera mandado un aviso. Pero hay muchos negocios en juego. ¿Seremos capaces de escucharlo?