Hay ocasiones en que la crítica ligera se convierte en moda y, desde la moda, fácilmente, salta a los marcos del estereotipo. En el mundo de la opinión, el estereotipo implica la muerte de toda reflexión: el triunfo de la inercia frente a la inteligencia. Es por ello que, en términos económicos de coste de oportunidad, o, si lo prefieren, en el román paladino de salir a cuenta, que diría Garcilaso, no siento que me pese en demasía posicionarme del lado de una festividad cuyo objeto es celebrar el día de los enamorados: San Valentín. Desde el más puro esnobismo, sus más firmes detractores alegan, lo cual nadie discute, ni yo tampoco, que el evento no deja de ser, además y entre otras cosas, una justificación del mercadeo a fin de darle bombo a los centros comerciales y, por ende, al glaseado consumismo de corazones de azúcar, perfumes, ramos de flores o satisfyers. Pero, aún ignorando deliberadamente el hecho de que los profesionales del comercio, como bien decía el gran Gregorio, «también tienen que comer», lo que verdaderamente hace aguas desde tal argumentación es su parcialidad manifiesta: semejantes críticas fundadas en el superficial materialismo de lo socioeconómico no se esgrimen con idéntico fervor contra otras festividades que pudieran participar de la misma lacra: los Reyes Magos, donde la cartera se nos queda más que silbando, San Patricio, ¡viva el vino!, o también, hoy por hoy, los fastos de Halloween, donde los comercios de maquillaje, disfraces y demás abalorios fúnebres también hacen el agosto. Y es que, puestos a festejar, si me obligan a elegir, es más que legítimo celebrar el amor por encima de otras guasas. Todo el mundo, le pese a quien le pese, se ha visto rendido en sus brazos y lo ha reconocido como fuerza vital y sanadora del mundo. Celebrar, como convención, San Valentín, el día de los enamorados, no es algo ñoño, como no es ñoño el amor. El ñoño lo será usted, si acaso, y su manera de celebrarlo, pero nunca el amor. Si celebrar el amor pasa de moda, entonces, es que no hay amor que celebrar. Háganselo, pues, mirar. Nuestros adolescentes, por otro lado, creen estar al día en la materia, pero flaquean que da gusto. En menos que canta un gallo, se lanzan al barro, pobres míos, desde el parapeto de las comunicaciones telemáticas que promueven las redes sociales y se cortejan, ellos y ellas, con posados de abdominales y morritos enmarcados en fondos de cuartos de baño en los que nadie se ha preocupado de bajar, qué menos, la tapa del inodoro. Desde el tecleo, se dicen y se proponen todo lo que potencialmente se pueden llegar a decir y proponer, se incitan y se provocan pero, llegado el momento del encuentro, el face to face, la falta de profundidad de la experiencia los tumba a la primera de cambio. No son capaces de mantener una conversación de hondura durante el tiempo que tarda uno en tomarse un café. Nada que ver esto con las trincheras de mi generación, que forjamos nuestro nivel de conversación desde las incertidumbres y los sudores del teléfono fijo. En cualquier caso, anecdotario aparte, el amor no es cosa de jóvenes, de adultos o de viejos: el amor es eternamente universal, como Yolanda. En mayo se celebra el día de la toalla, en noviembre festejamos el del inodoro y en junio, verbigracia, conmemoramos el día de llevar al perro al trabajo. Es por ello que, en el marco de las festividades regladas y tomando siempre como premisa que el amor desborda y debe desbordar con creces las ridículas acotaciones del calendario, celebrar el día de los enamorados se torna una postura, si no necesaria, al menos, aconsejablemente testimonial y que conviene hacer brillar en mitad de tanta estupidez y superficialidad conmemorativa. Desde los brazos del vértigo, nos dejamos arrastrar por múltiples espirales de incongruencias y nos equivocamos tantas y tantas veces, de pensamiento, palabra, obra y omisión, al posicionarnos del lado de la guerra, los egoísmos, las perezas, las idolatrías, las fronteras y las soberanas tonterías que, quizá, por una sola vez, no pase nada si, también en el marco de una sencilla festividad social, consintiéramos equivocarnos, aunque sea por una vez, que no pasa nada, del lado del amor.