El hecho poético es gozoso en su ejecución y libérrimo en su posterior explosión, a veces contenida, otras muchas expansiva. Y sólo aquellos que miran como nadie, como pocos, como ellos mismos, son capaces de armar versos con la solidez y la precisión de un relojero suizo que busca engrasar la maquinaria interna de su criatura, porque al dar las horas, ay, la materia inasible que ambos, poetas y relojeros trabajan, se escapa entre los dedos y acude a acariciar a las mentes de los lectores que se afanan en tratar de entender la verdad poética. No hay más verdad, ni mayor mentira, que un poema. Una vez este sale del alma del vate es imposible domeñarlo, porque ya no es del artista, sino de la concurrencia que, feliz, acude a esos versos para tratar de que esto que llamamos existencia, esta exhausta costumbre de vivir, nos duela menos o, como poco, nos proporcione algún rato de sonrisas y juego, que es a lo máximo que podemos aspirar. Pero la poesía también refleja los arcanos de los hombres y las mujeres de todos los tiempos, sus preocupaciones, sus anhelantes batallas y las habituales derrotas, las escasas victorias, todo aquello que sirve para entendernos un poco más a nosotros mismos y, si me apuran, para querernos algo. No mucho, lo justo. Lo que nos pertenece, si es que alguna vez pudimos aspirar a algo más que a la propia conmiseración. Decía todo esto porque el columnista de esta casa, docente y poeta José Luis González Vera ha publicado un corto aunque intenso poemario con la antigua imprenta Sur, dependiente de la Diputación de Málaga. El título es toda una declaración de intenciones, Misericordia, y su lectura, aunque placentera, también esconde recovecos oscuros y mazazos, pero es tal el equilibrio y la maestría del poeta que también atisbamos, o podemos atisbar desde cierta distancia, su mirada compasiva, comprensiva de sí mismo y de su quehacer poético, la dulce asunción del tiempo pasado y el que ha de venir, divisando desde la lejanía al niño que se fue y al hombre que se es hoy, cuando los días ya no son tan azules y todo lo vital está envuelto en la estela de lo vertiginoso, como si pudiéramos comprender a través de sus versos, a veces eléctricos a veces pausados y con la cadencia justa para que la poesía sea casi musical, que siempre hay un mañana y que no tenemos otro fin, otro objetivo y casi otra ilusión que seguir batallando. El poeta, el hombre, a veces hace una parada en el camino y observa, desde su atalaya, los pasos perdidos: «Así como el ciclista / desde la cresta estudia su camino, / por esa paz escéptico, / los años te desgranan su relieve / sus matices discordes / por los que concediste tanta misericordia / para ese personaje tuyo», dice el artista en una de las composiciones más memorables del conjunto, que da título al libro. En otra pieza luminosa, el día a día dicta los versos a González Vera, insuperable en la observancia del ahora que será pronto ayer y que nunca es mañana, en el fluir de las jornadas. «Deberías de abrir el sobre, / haber detenido aquel taxi, / no hiciste la compra en el súper. Ten gratitud, al menos: / un análisis clínico / te ha dictado un poema / con sus desperdicios de vida». Tiempo, memoria, infancia y vida podrían ser los temas de esta nueva apuesta poética de González Vera, un artista que ya dispara desde la cima de la madurez literaria sus versos de esperanza, aunque la melancolía siempre empañe, en cierta medida, una mirada irónica y acogedora sobre la existencia. Y, cómo no, también la ausencia crepita en estos versos: «Una protección frágil /contra la certidumbre de tu ausencia/ y mi falta de fe tan absoluta / en cualquier suerte y en todas las deidades». Pero es la sonrisa lo que prevalece, la costumbre de vivir, «cuando la calle ríe al fondo / porque el amanecer iluminó tu nombre».