Uno de los muros con que la escritura protege sus tesoros es la penosidad. Esa manera en que la idea se degrada y entorpece al intentar encajarla en las palabras, el irritante modo en que las oraciones subordinadas se insubordinan, la fuga del espíritu ideado al tratar de bajarlo al papel-pantalla. El primer secreto que el escritor descubre es que ese laboreo penoso y frustrante, la aspereza del suelo por el que se arrastra, provoca una supuración, un jugo, una baba, en la que con rapidez inusitada comienza a gestar otra cosa. El segundo secreto, al que hay que rendirse conforme se desvela, es que esa otra cosa, al crecer, suele acabar desplazando a la idea matriz y motriz, que queda atrás. Sin embargo la cuestión es dónde estaba esa chispa que nace frotando un palito (como en la alcoba), y por qué a veces se muestra tan retraida. Ese no saber es el tercer secreto, sin respuesta.