Ambular prendido de los tirantes del silencio potencia la levedad y hace del sapiens un imaginario acróbata de la oscuridad. El pasado sábado, después de mucho tiempo, volví a la calle de noche, para ambularla cuando ya era domingo. Las calles se pasean, las noches se ambulan. Y aunque pasear tenga su qué intrínseco, siempre es menos sutil que ambular. Hasta endecasílabos lúcidos me han apuntado algunas noches ambulantes de mi vida.

Ambular la noche es como montar en bici y como hacer el amor. Toda vez aprendido, ya nunca se olvida. Así que, yendo al grano, el pasado sábado, cuando ya era domingo, fue llegar a la calle y sentirme livianamente suspendido de los tirantes del silencio. La sensación me invadió en cero coma nada. Incluso en menos, quizá.

La noche estaba estrellada y los astros tiritaban a lo lejos, como la noche de Neruda, y estaba quieta y muerta y alta, como la noche de Federico. La oscuridad fecunda era propicia y amiga como la noche de José Martí, aquel flaco habanero que, como Federico, demostró su puntería yendo a dar con su vida en el mismísimo centro de una bala inocente. Los pájaros encendidos de Aleixandre aún trinaban aquella noche, que era una noche lunada, como la noche lunada de Alberti en la que el niño marinerito se fue, tan alegre y tan bonito.

Ambular la noche es un ejercicio harto recomendable. Aguza la memoria, el ingenio, la inspiración, la introspección, los instintos... Aristóteles, quizá incluso añadiría que ambular la noche potencia el ser. Yo no me atrevo a tanto. Distinta sería la recomendación para las actividades noctámbulas gintonicinas, güisqueras o cubalibreñas que aunque son sobradamente satisfactorias, no aconsejan lo de ambular colgados de los sutiles tirantes del silencio. Y ello, por si acaso, solo por si acaso, amable leyente, que hay satisfacciones que las carga el particular diablo de cada uno... Y después resulta que el niño no es de nadie.

Mientras ambulaba dejé que todo ocurriera, sin procurar ni impedir nada, simplemente dejándome ser, siguiendo la práctica de 'be water, my friend', que no es un claim, sino un principio del Tao denominado Wu Wei (??). Mi mente iba y venía de manera natural mientras ambulaba de oeste a este por el paseo marítimo, y de repente se produjo un chispazo. Estaba frente a la Delegación de Urbanismo.

Ante mí, súbitamente, empezaron a crecer torres de sombras. Una, dos, tres, cuatro... No sé cuantas, pero da igual. Solo una podría ser demasiado. Unas rodeaban el puerto, convirtiéndolo en ciudadela, otras desfilaban desordenadamente hacia el oeste y el noroeste. Al vislumbrarlas experimenté otra vez lo que ya sabía: cuando las sombras amenazan al mágico ambular nocturno, las noches se convierten en fieros presagios negros.

En esa autodiatriba silente me hallaba cuando me desperté sobresaltado. Todo había sido un sueño, eso sí, con un rotundísimo mensaje cognitivo-emocional.

La Málaga embrutecida por el ruido de las torres, además de renegar de las esencias de la coherencia, demuestra que el que no sabe adónde va, ningún camino lo lleva. La pujante y peligrosa paranoia de torrear Málaga, que hasta podría empoderar al gracejo boquerón para que, en breve, nuestro alcalde pasara a llamarse Paco de las Torres, incluso observada como un sondeo estratégico-político o como una herramienta de distracción, es una aberración, una boutade de libro, un atentado contra la inteligencia de una ciudad que, cándidamente, se pretende inteligente, que ya clama por un acercamiento urgente al sentido común, ese que en nuestra Málaga se manifiesta tan exiguo como transitorio, a veces. Seamos sensatos:

¿A quién se le ocurriría crear un macrocentro de negocios de nueva construcción en el centro de cualquier urbe a estas alturas del conocimiento?

¿Qué ocurriría en una ciudad cuya mayor densidad de tráfico rodado de su centro se produce, obligatoriamente, en sentido este-oeste-este a la que, de pronto, le implantáramos un pueblo en pleno ombligo?

El malagueñismo es un legado que nos toca engrandecer a los malagueños a base de malagueñidad creativa y responsable. ¿Es, acaso, malagueñidad o responsabilidad la idea de sembrar un jardín de torres en pleno centro de Málaga?

Son momentos esperpénticos como el que propicia este artículo los que me mueven a solidarizarme plenamente con Mark Twain cuando deseó que Noé y su comitiva racional hubiesen perdido el barco...

Tal que así.