Catedrales y blasfemias

A estas alturas se está juzgando todavía en España a un conocido actor por cagarse en un dios de los miles que hay en las más de dos mil religiones existentes. Claro que, como somos en teoría un país no confesional, las leyes contra la blasfemia sólo subsisten todavía disfrazadas de ofensas a los sentimientos religiosos del algunos.

Las ideas religiosas no son más sagradas, es decir, separadas, que las políticas o sociales. La libertad de expresión, o no es nada, o es la capacidad de contradecir y rechazar, no ya a las personas en sí, a las que rechazarla insultándolas -racismo, sexismo, etc.- sí sería punible.

Es ridículo, contradictorio, que la misma persona construya catedrales y blasfeme, como ha sido y es tristemente clásico y distintivo de nuestro país; como su versión moderna, el tan corriente oxímoron en Cataluña y otros lugares de proclamarse nacionalista, insolidario, egoísta, insolidario y creerse solidario, internacionalista y de izquierdas. Ambas cosas son más tontas que, tras caerse por la ley de la gravedad, el cagarse en Newton, que todos creemos que existió y que no hizo sino formular un fenómeno cuya existencia confirma quien lo maldice.

En definitiva, pues, como ya afirmaban los romanos, «las injurias a los dioses deben juzgarlas los mismos dioses»; y como dijo Jesús, nadie debe arrogarse el anticiparse al juicio de Dios que todavía le sigue tolerando que viva para arrepentirse. Dejemos, pues, de degradar la Justicia manipulándola hasta hacerla ridícula.

Martín Sagrera, religiólogo y licenciado en Filosofía, Teología, Sociología y doctor de la Unniversidad de París