Volar en bandada debe ser estresante para un estornino. Seguir la estela de los compañeros de vuelo, evitar el contacto, adivinar las trayectorias. Cambiar bruscamente el sentido de la navegación. Girar con suavidad rumbo al cielo o hacer un picado suicida hacia el suelo. Un disciplinado desfile que dibuja en el aire, como hacen los sueños, formas que se desvanecen al buscarles sentido.

Los estorninos cumplen con su rutina. Levantarse temprano, asearse las alas o estirar las patas. Beber un poco de agua, para aclararse la garganta y piar a coro cuando se incorporan a la bandada. Camuflarse en la masa oscura para evitar a los halcones, dispuestos a encontrar comida para sus crías. Todo el día de aquí para allá, navegando en grupo durante horas, hasta que la oscuridad los hace regresar a los cables que sostienen su descanso. Imagino que dormir en un alambre también aporta su cuota de estrés.

El vecino que vive en uno de los pisos que están frente a mi iceberg me contó hace unos días que cada mañana, cuando se incorpora a la autovía para ir a trabajar, se ve atrapado en un tapón. Una bandada de turismos y camiones se apelotonan en la carretera en un desfile que se contonea a izquierda y derecha según el dictado del asfalto. Algunos de ellos se desesperan por la lentitud y accionan sus cláxones para desahogar la impaciencia. El sonido de uno de ellos desata a los de alrededor que se unen a la orquesta en un graznido desagradable. Mi vecino sube las ventanillas y acciona la radio para escuchar las noticias. El graznido se cuela en el interior del vehículo disfrazado de tertulianos que alertan sobre la situación política en Cataluña, las tensiones en Oriente Medio, la propagación del coronavirus. Cuando llega al trabajo le parece regresar de un sufrido viaje.

Se pasa el día camuflado entre la masa para evitar ser devorado por la competencia, los compañeros de trabajo, los presupuestos, los objetivos. Se pelea a diario con la tecnología sin saber muy bien si está a su servicio o es él quien está al servicio de ella. Todo por un sueldo que pague la hipoteca, el colegio de los niños, el supermercado o las cuotas de ese coche con el que se incorpora cada mañana a la autovía para ir a trabajar.

Por la noche el tráfico es más fluido. Me cuenta que al regresar a casa, a veces mira hacia el interior de los vehículos que avanzan a su altura. Se imagina que todos son como él, que todos regresan con los mismos problemas no resueltos, con la sensación de que el mundo está a punto de romperse. Es como si fuera un espejo múltiple, me dice, como una bandada de estorninos que vuelan siempre en el mismo sentido. Imagino a mi vecino llegando a casa cada día y extendiendo el alambre desde el salón a la cocina para poder descansar.

El martes pasado me soliviantó una noticia que anunció el telediario: «Hallan muertos decenas de estorninos en la autovía que une Tarragona y Salou. No se ha averiguado aún la causa de lo ocurrido». La imagen de los pájaros muertos sobre el asfalto fue sobrecogedora. Decenas de bultos negros, como saquitos de arena, esparcidos por la carretera. Cada uno de ellos distanciados de los otros aleatoriamente, desprovistos de la cadena invisible que los mantenía volando en formación. Pensé en mi vecino y llamé por teléfono a su casa. Hablé con su mujer. Está enfermo, me contestó, esta mañana no ha ido a trabajar.