En el siempre interesante mundo de los grandes hoteles - los clásicos, por supuesto - hay establecimientos donde el olfato ya te confirma que estás en un lugar consagrado por el poder absoluto. El económico. Consagración sin fisuras, sin vacilaciones y sin complejos. Así fue desde el día de su inauguración en 1927, en aquel hermoso edificio neoclásico de la milanesa Piazza della Repubblica: el Hotel Principe di Savoia. El sutil perfume del gran dinero, en el espacio mágico de un hotel, requiere décadas de paciente cultivo. Como un gran vino. Y las vibraciones, los códigos y los aromas del cuero y de las nobilísimas maderas y los tapices y las alfombras de los salones del Principe di Savoia así lo confirmaban.

Lo curioso fue que mi presencia allí no se debía a la introducción de una ilustre familia italiana de la antigua aristocracia, de las que recalaban de vez en cuando por Marbella. Ni la de un todopoderoso capitán lombardo de la industria y las finanzas, uno de los buenos clientes de Los Monteros. En realidad fue gracias a un joven e irreverente genio del diseño gráfico, alquimista prodigioso del arte de la fotografía y la imprenta. Alguien con pinta de anarquista desaliñado de finales del XIX. Lo más opuesto a los huéspedes de los hoteles a los que consagraba su arte y su trabajo.

En los años setenta era casi imposible conseguir en España un folleto que hiciese justicia a un hotel excepcional. Como ya era Los Monteros en Marbella. En el que los intangibles eran lo esencial. Los mejores maestros del diseño gráfico estaban entonces en Italia. Nos habían recomendado a un joven genio de Milán. Después seríamos buenos amigos. Iconoclasta y brillante, solo imponía dos condiciones: que le dejáramos plena libertad y que su esposa apareciera en las fotos del jardín del hotel. No por vanidad, sino por todo lo contrario. Y acertó. También sugirió que las sesiones de trabajo para la configuración final de aquel trabajo (que cada vez se iba pareciendo más a una versión abreviada de la revista Vogue) se realizaran con su equipo en el santuario de su taller de Milán. Y así se hizo. La joven esposa de aquel genio aparece en la portada y en la contraportada de aquella curiosa obra de arte, hoy convertida en valiosa pieza de coleccionistas. Y aquello bien valía una misa. Aunque ésta se celebrara en la capital de la Lombardía. Y a eso vamos.

Aprendí mucho en aquellas reuniones con el maestro y sus ayudantes. Sobre todo por su óptica para calibrar hoteles. Como también aprendí en el admirable Príncipe di Savoia. Mis nuevos amigos me permitieron conseguir allí y con un precio muy razonable una estupenda habitación. Y el privilegio de que me concedieran el trato amable, casi de otros tiempos, que se dispensaba en ese admirable hotel a los iniciados. Entre todos hicieron posible que este modesto hotelero malagueño se sintiera como un personaje de 'Il Gattopardo', la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

Ya cerca final de la fase del diseño, decidió el autor que nos habíamos ganado una «bella serata». Nos invitó a cenar en su restaurante favorito. No muy lejos del Piazzale Loreto. Donde ya no estaba la gasolinera en la que los partisanos habían colgado en la primavera de 1945 los restos mortales de Benito Mussolini y de Claretta Petacci. Junto a los de los jerarcas de la República de Saló. En su lugar se levantaba uno de aquellos deprimentes edificios sin alma, construidos después de la guerra. En realidad tuvieron suerte el dictador y la infortunada Claretta Petacci. Sus últimos instantes de vida, antes de ser fusilados, transcurrieron en un bello rincón del lago de Como, al norte de Milán. Muy cerca de la Villa Carlotta. La que fuera el hermoso regalo de boda de la princesa Mariana de Nassau a su hija. En la orilla opuesta, en Bellagio, se levantaba otro glorioso hotel: el Serbelloni. Y por encima de todos, una realidad: el tiempo, que al final lo perdona todo, ama a los bellos hoteles de antaño.