Entré en la habitación y me metí en la cama con Aura. Ella se alejó de mí, permaneció de espaldas. Dije, en voz baja, Lo siento y ella suspiró. Después dijo Vamos a dormir, ¿vale? No conseguí dormir nada en toda la noche. Creo que ella tampoco. Me levanté temprano y dejé café hecho. Caminé los ochocientos metros que separaban nuestro apartamento de la librería, una de las nueve que quedaban en la ciudad. La ciudad ya se había despertado, se respiraba esa actividad frenética de primera hora de la mañana. Demasiado rápido a ninguna parte.

Alcé el cierre de la librería y encendí las luces. Mi refugio. Y un sueldo que rondaba los quinientos euros al mes por media jornada. ¿Qué íbamos a hacer si el casero nos subía el alquiler? Quizá era el momento de buscar otro trabajo, sentar la cabeza. Abandonar mi sueño de ser escritor y prepararme unas oposiciones. La soñada estabilidad. ¿Y Aura? ¿Me daría otra oportunidad? Yo podía ser infiel, un bala perdida, pero no era tan tonto como para no darme cuenta de que Aura era sana, equilibrada, vital, auténtica, natural y, con todo, la mujer más original que yo había conocido. Había pasado toda la noche, muchas noches, buscando sus adjetivos y escribiéndole acrónimos.

Encendí el ordenador y entré en Facebook. Esa semana teníamos una presentación. Había creado un evento y decenas de personas se habían interesado, algunas lo habían compartido, aunque casi nadie se había atrevido a confirmar que asistirían. Nunca sabes. A las últimas presentaciones había venido muy poco público. Y una, o dos, eran de la editorial o escritores que esperaban publicar con ellos. No lo entiendo. Es como si nuestra vida en las redes estuviera sustituyendo la vida real, como si las personas se conformaran con ver la vida a través de una pantalla y, a su vez, compartieran la suya por ese medio. Lo que les gustaría que fuera su vida.

Cerré Facebook y abrí Instagram. El asesino del Guadalmedina había vuelto a escribirme. Repartí varios megusta de forma indiscriminada y luego abrí el mensaje. Era otra foto, estaba un poco desenfocada pero coincidía con el vídeo que me había enviado la noche anterior.

—¿Quien eres? —escribí.

La respuesta no tardó en llegar: El asesino del Guadalmedina. Qué original, pensé. Escribí ¿Qué haces, Fede? ¿Fede? ¿Quién es Fede?, contestó. Seguro que mi amigo el poeta todavía no se había acostado. Habría estado toda la noche de fiesta con las estudiantes y todavía tenía ganas de juerga. Vete a dormir, anda, escribí. Me envió otra foto. Era la estudiante de español, seguro. Tenía los ojos cerrados, el pelo le tapaba un poco la cara. Pero era ella. Aquel juego empezaba a desagradarme. Cerré la aplicación. Cogí la primera de las cajas y le quité la cinta de embalar. La mayoría de las personas creen que trabajar en una librería consiste en leer. Pues yo leía mucho menos que antes. Mi media jornada transcurría moviendo cajas, vaciándolas y volviéndolas a llenar. Cuadrando albaranes. De vez en cuando entraba una persona que quería hacer fotocopias o comprar un bolígrafo. Algunas veces llegaba un correo electrónico de alguien que quería saber si teníamos tal título. Si no lo teníamos, a no ser que estuviese descatalogado, podíamos conseguirlo en dos o tres días. Contestaba al correo con las buenas o malas noticias y el resultado era siempre el mismo: el silencio. Quizá un gracias. Pero cada vez menos ventas. Nuestro día a día era bastante monótono, mucho trabajo administrativo y poca acción. Lo contó muy bien Belen Rubiano en su Rialto, 11. Me alegré mucho de su éxito. Las desventuras siempre han sido un buen hilo conductor. Los pocos lectores que quedan se dividen entre los que quieren leer historias reales donde los personajes están todavía peor que ellos y los que quieren leer historias que no tengan nada que ver con su realidad. Rubiano sigue trabajando en una librería. La sigo en Instagram.

No había terminado de chequear el albarán y ya tenía tres mensajes nuevos. Abrí la aplicación dispuesto a poner fin a aquella tontería. La nueva fotografía era todavía más siniestra que la anterior. Sin duda era la estudiante de español. Tenía los ojos cerrados, pero estaba más pálida y, esta vez, no estaba tumbada en una cama. Había tierra a su alrededor, vegetación, como si estuviera en un descampado.

—¿Has visto lo que muere cerca del río? —escribió—. ¿Has visto alguna vez un muerto de cerca? ¿Quieres verlo antes de que llegue la poli?

¿Qué tipo de juego era aquel? Volví a mirar la fotografía. ¿Muerta? ¿Había escrito eso? Podía ser un fotograma de una película o una serie. Hay programas con los que se puede conseguir cualquier cosa. Pero el rostro de aquel cadáver, eso es lo que parecía, un cadáver, era el de la estudiante de español con la que yo había estado la noche anterior. ¿Sería un fotomontaje? ¿Tanto se aburrían? ¿Qué querían conseguir? Como fuese un chantaje, lo llevaban claro. A lo mejor era un juego muy conocido en Alemania u Holanda, de donde quiera que viniesen, y yo no lo sabía. Pero los mensajes estaban muy bien escritos para que lo hubieran enviado las estudiantes de español que yo había conocido.

Eran las diez y media de la mañana de un martes. Las posibilidades de que entrase un cliente en la librería estaban entre cero y uno. Pilar, la propietaria, mi jefa, no llegaría hasta las doce. Podía cerrar con llave, dejar la nota de “Vuelvo en 5 minutos” y seguir con aquel juego. Porque era eso, intentaba convencerme, un juego. Sólo eso.

—Tengo mucho trabajo —escribí.

—¿Estás escribiendo algo?

—Siempre —mentí.

—Pues yo tengo una gran historia —escribió—. Pero no sé cómo termina.

—Lo complicado suele ser el desarrollo.

—No lo sé. Soy muy novato en esto. Pero creo que podríamos ayudarnos mutuamente.

—¿Cómo? No entiendo.

—A contar mi historia. ¿No es eso lo que queréis los escritores? ¿Contar historias? Pues esta es de las que la gente no va a olvidar.

No supe qué responder. ¿Y si era verdad? ¿Y si aquella era la historia que necesitaba?

—Tú decides —escribió.