El humor es un arma que muchos filósofos han usado para desvelarnos lo absurdo de la conducta gregaria, para deponer a las autoridades ilegítimas y para sancionar nuestros vicios. En cierta ocasión, Alejandro Magno encontró a Diógenes de Sinope observando con minuciosidad y detenimiento una pila de huesos humanos. El emperador le preguntó qué era lo que estaba haciendo y el filósofo le respondió: «Estoy buscando los huesos de tu padre pero no puedo distinguirlos de los de un esclavo». Un filósofo siempre pondrá sus burlas al servicio de la verdad y de la libertad; con su ironía se ríe de todo y de todos, en un intento de devolvernos a la cordura, de curarnos la estupidez y de aliviarnos del autoinflingido sufrimiento. Su sonora carcajada disuelve lo que Javier Sádaba ('Por qué soy libertario', Ed. Catarata, 2019) llama el «engrudo cómplice», una actitud muy presente en las redes sociales que consiste en aplaudir (dar un like, retwittear o compartir) lo que no se entiende pero que uno cree que es además de bonito, verdadero. Sádaba nos advierte de que esta es una epidemia que puede acabar entronizando la mentira y la incultura en el corazón de nuestras sociedades. Un filósofo como Dios manda (aunque lo de que le manden no va mucho con el filósofo) llama a las cosas por su nombre, es crítico y autocrítico y, además, lo hace con guasa. Este es el mismo espíritu que conservan carnavales como el de Cádiz: provocar, que en latín significa «convocar a las cosas y ponerlas ante nosotros para ser analizadas». Los gaditanos, con sus comparsas y chirigotas, suben cada año al escenario del Teatro Falla la realidad social para juzgarla. Con sus parodias, cuestionan la autoridad y deconstruyen las estructuras de poder que los someten. Con sus máscaras, derrocan la dictadura de la corrección política y crean un lenguaje alternativo al oficial. Con sus bombos y sus guitarras, introducen el caos creativo en el orden coactivo. Con sus disfraces, difuminan las fronteras entre clases sociales, rompen las represiones y liberan los instintos. Y, en definitiva, ponen por unos instantes el mundo patas arriba para mostramos que otro es posible, imaginable y pensable. El carnaval es hermano de la cuaresma. Si el primero permite la satisfacción de todos los apetitos y la subversión del orden establecido, la segunda reprime y restablece el estatu quo. El arcipreste de Hita nos narra en su 'Libro de buen amor' la alegórica guerra entre el carnaval y la cuaresma. El ejército de don Carnal está formado por vino y buena comida, mientras que las huestes de doña Cuaresma la componen los alimentos que la Iglesia prescribía los cuarenta días anteriores al domingo de Resurrección. La batalla, como era de esperar, la termina ganando por goleada doña Cuaresma: el orden queda restablecido y a los pobres mortales no nos queda otra más que cumplir con las normas sociales y respetar a la autoridad o de lo contrario, seremos castigados. A lo largo de la historia, el poder político, económico y social ha hecho uso del carnaval para calmar a las multitudes. La fiesta parece diseñada para ser una válvula de escape con la que la muchedumbre aplaque el malestar de una represión continua y sistemática, a la vez que se impide todo intento de revolución y de empoderamiento. Se nos permite saborear la libertad un par de días para someternos posteriormente todo un año, en el que la sátira se censura y únicamente se tolera la payasada. Pero para un filósofo siempre es carnaval: todo momento es bueno para la parodia y la ironía, porque como cantaban Los Delinqüentes: «Yo nunca lloro porque vivo en carnavales./ Me pongo la careta y me lanzo a la calle».